Gente de primera
Mi familia es un dibujo, como lo es toda familia. Tengo familia por parte de padre y familia por parte de madre, como corresponde a todo sujeto bien nacido. Debo aclarar que no tengo tíos ni primos hermanos, esas categorías tan habituales que sirven para discutir sobre política o sobre fútbol en las reuniones de fin de año. Mi familia es un dibujo único, digamos un solo cuadro de historieta, sólo ampliable por remisión a otras historietas, paralelas, lejanas y, por qué no, casi ajenas.
Y después tengo otras cosas, como por ejemplo, familias que uno hereda por amistad histórica y elige por mera y llana afinidad. ¿Afinidad? Quizás, no sé, tal vez sea una afinidad activamente construída que ha hecho de nosotros parte de lo que somos. Familias amigas de familias allá hace cien años, ¿qué importa cómo se originó un parentesco? Los años 60 ya son, también y para algunos, historia; son años fundantes de ciertas cosas.
There was a house in Villa Urquiza que para mí era una rotunda maravilla. Era una casona de, entonces, más de medio siglo (un siglo ya no es lo que era) situada en el centro de un lote doble, lo que permitía rodearla mediante sendos pasillos a su izquierda y derecha, poblados de maleza. Al frente, un pequeño jardín y al fondo, unos cuantos metros de terreno; ambos descuidados y librados a cierta proliferación de la vida silvestre. Al fondo del fondo, donde la cosa ya se me confundía con imágenes de Daktari, un gallinero o los restos de lo que supo ser.
La casa era enorme, dos veces enorme para mi petisa percepción infantil, y tenía olores que por entonces yo no conocía. La casa tenía olores a cagada de cotorra y de tortuga (había una cotorra y un tortuga), a condimentos que los humanos usaban en sus cocciones, a historia y a vegetales y a novedades y a otra vida. Vivían allí la abuela Blanca -que no era mi abuela de sangre pero así la llamábamos- y sus dos hijos solteros: Susana, mi madrina, y el Bebe, sin contar a otros cuantos animales.
Hay recuerdos que uno pierde con los años, por irrelevantes o por pelotudos. Y otros que uno recupera cuando quiere, al menos en lo que haría de ellos esenciales. Yo aún veo esa oscura puerta de cocina que conduce al fondo agreste, esa hierba demasiado crecida, esos bichos viviendo por ahí.
Veo también al Bebe, dentista entre otras cosas, accediendo a mi capricho infantil de tratarme en su sillón de dentista y huelo el olor característico -pero entonces nuevo- de la amalgama. Y lo veo haciendo música sentado al viejo piano y lo veo abriendo a mis ojos la maravilla de un nimio sótano que a mí se me figuraba cual cripta de Tutankamón.
Y a Susana la veo más allá de la casa, siempre atenta a mis cumpleaños y produciendo unas tarjetas locas, escritas en círculo y/o en los márgenes, llenas de magia desafiante, destinadas a ponerme a pensar. Y la veo en mi casa, cocinando scons mientras mi madre vuelve de parir a mi querido hermano. Y la veo regalándome libros infantiles en inglés y otras cosas raras que 40 años después, aún conservo y uso (¿quién regala a un niño de los 60 una lupa de siete aumentos con iluminación a pila?).
Susana y el Bebe no son mi familia de sangre, pero la pucha si son parte de mi familia de vida.
El otro día, el Bebe me cuenta que Susana hace tiempo que está muy mal, que ya no es la que era. Los años no vienen solos pero me cago en esos años que traen tristeza y dolor. No es justo. Obviamente, no hay justicia alguna para estos asuntos de la vida. Susana y el Bebe son de esa gente de primera que uno jamás querría que pasen por el más mínimo sufrimiento ni dolor. Pero al fin pasan, porque por ahí al fin pasamos todos, más temprano que tarde, y a mí no deja de dolerme en un alma en la que no creo.
Tal vez un poco cobarde pero sincero, yo prefiero seguir pensando en esa loca vital que es mi madrina, capaz de sorprenderme cada vez y de enseñarme, con un solo gesto, que aún hay cosas por vivir y por hacer antes de la lluvia.
Y después tengo otras cosas, como por ejemplo, familias que uno hereda por amistad histórica y elige por mera y llana afinidad. ¿Afinidad? Quizás, no sé, tal vez sea una afinidad activamente construída que ha hecho de nosotros parte de lo que somos. Familias amigas de familias allá hace cien años, ¿qué importa cómo se originó un parentesco? Los años 60 ya son, también y para algunos, historia; son años fundantes de ciertas cosas.
There was a house in Villa Urquiza que para mí era una rotunda maravilla. Era una casona de, entonces, más de medio siglo (un siglo ya no es lo que era) situada en el centro de un lote doble, lo que permitía rodearla mediante sendos pasillos a su izquierda y derecha, poblados de maleza. Al frente, un pequeño jardín y al fondo, unos cuantos metros de terreno; ambos descuidados y librados a cierta proliferación de la vida silvestre. Al fondo del fondo, donde la cosa ya se me confundía con imágenes de Daktari, un gallinero o los restos de lo que supo ser.
La casa era enorme, dos veces enorme para mi petisa percepción infantil, y tenía olores que por entonces yo no conocía. La casa tenía olores a cagada de cotorra y de tortuga (había una cotorra y un tortuga), a condimentos que los humanos usaban en sus cocciones, a historia y a vegetales y a novedades y a otra vida. Vivían allí la abuela Blanca -que no era mi abuela de sangre pero así la llamábamos- y sus dos hijos solteros: Susana, mi madrina, y el Bebe, sin contar a otros cuantos animales.
Hay recuerdos que uno pierde con los años, por irrelevantes o por pelotudos. Y otros que uno recupera cuando quiere, al menos en lo que haría de ellos esenciales. Yo aún veo esa oscura puerta de cocina que conduce al fondo agreste, esa hierba demasiado crecida, esos bichos viviendo por ahí.
Veo también al Bebe, dentista entre otras cosas, accediendo a mi capricho infantil de tratarme en su sillón de dentista y huelo el olor característico -pero entonces nuevo- de la amalgama. Y lo veo haciendo música sentado al viejo piano y lo veo abriendo a mis ojos la maravilla de un nimio sótano que a mí se me figuraba cual cripta de Tutankamón.
Y a Susana la veo más allá de la casa, siempre atenta a mis cumpleaños y produciendo unas tarjetas locas, escritas en círculo y/o en los márgenes, llenas de magia desafiante, destinadas a ponerme a pensar. Y la veo en mi casa, cocinando scons mientras mi madre vuelve de parir a mi querido hermano. Y la veo regalándome libros infantiles en inglés y otras cosas raras que 40 años después, aún conservo y uso (¿quién regala a un niño de los 60 una lupa de siete aumentos con iluminación a pila?).
Susana y el Bebe no son mi familia de sangre, pero la pucha si son parte de mi familia de vida.
El otro día, el Bebe me cuenta que Susana hace tiempo que está muy mal, que ya no es la que era. Los años no vienen solos pero me cago en esos años que traen tristeza y dolor. No es justo. Obviamente, no hay justicia alguna para estos asuntos de la vida. Susana y el Bebe son de esa gente de primera que uno jamás querría que pasen por el más mínimo sufrimiento ni dolor. Pero al fin pasan, porque por ahí al fin pasamos todos, más temprano que tarde, y a mí no deja de dolerme en un alma en la que no creo.
Tal vez un poco cobarde pero sincero, yo prefiero seguir pensando en esa loca vital que es mi madrina, capaz de sorprenderme cada vez y de enseñarme, con un solo gesto, que aún hay cosas por vivir y por hacer antes de la lluvia.
6 comentarios:
Muy fresco y vívido el post, a pesar del dolor. Qué le va a hacer... es la vida, ánimo, Cinzcéu.
16/1/08 6:01 PM
Gracias por la lectura, Hang. Qué se le va a hacer... es la vida. Un saludo.
20/1/08 4:56 AM
¡Esas memorias históricas que tanto nos gustan a los que ya llevamos algunos años en el planeta!
Un beso a todas las Susanas y a todos los Bebes que con otros nombres, muchos hemos tenido.
Abrazos para ti.
25/1/08 8:26 PM
Vitore: De memorias históricas estamos hechos, entre otras cosas. Un beso a todos los nombres y a los más allá de los nombres que hemos tenido. Un abrazo.
26/1/08 7:18 AM
Si tanto cuesta encontrar un techo de una "unidad pequeña, económica, en un barrio popular cotizado pero alejado de toda locación estelar", ¿cómo encontrar el techo de una rotunda maravilla habitada por gente de primera? A veces parece que Buenos Aires se estuviera quedando sin casas, sin familias, sin historias... Ojalá todos pudiéramos ser habitantes de las dimensiones de este recuerdo. Gracias por compartirlo. Un abrazo.
31/1/08 6:04 PM
Isa (tarde pero seguro: Esos techos ya no se encuentran. Como dice Don Johnston en Flores rotas cuando le piden un consejo filosófico: el pasado ya no existe. No parece: Buenos Aires se está quedando sin casas, sin familias, sin historias... Todos somos habitantes de algo. Un beso.
24/2/08 2:35 AM
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