lunes, junio 22, 2009

Trompadas

Hace mucho tiempo que tenía ganas de publicar este viejo relato y siempre me resultaba demasiado extenso o demasiado derivante respecto de los hábitos retóricos, temáticos y enunciativos de este humilde medio. Hoy tengo una coartada mítica porque su escritura ha cumplido 15 años y nadie bien nacido podría oponerse a una injustificable pero instituída festividad de los 15.
Además, me cansé un poco de la cosa electoral e incluso de la cosa política, aunque la política jamás sea soslayable; también del compromiso con la actualidad social que quién sabe qué carajo signifique. Como en otras ocasiones, va el texto original sin cambio alguno: un cuentito y nada más.

Después del piñón que me comí casi sobre la campana, me había despatarrado en el banquito y estaba déle escupir sangre en el embudo mientras Don Tito me hablaba y me limpiaba la herida. Yo le decía a todo que sí, pero lo único que pensaba era en tragar más y más aire. Cuando oí el campanazo llamando al cuarto, salí de vuelta al medio boqueando como un pescado.
(Oíme lo que te digo: cuando después de un descanso te levantás más filtrado que cuando te fuiste a sentar, no va más. Y cuando no va más, no va más.)
De movida me mentalicé para aguantar todo el roun y, a decir verdad, también para ensuciar un poco la pelea. Mañas del box: tirarmelé encima, chaparlo del cogote, mantenerlo trabado. Cosas que uno aprende. A la segunda o tercera vez que tuvo que separarnos, el referí perdió la paciencia y se engranó. Me dí cuenta que me amenazaba por la cara de turro con que movía el dedito de arriba para abajo enfrente de mi nariz, pero no tengo idea de lo que decía porque el griterío era infernal y yo seguía medio boleado desde el roun anterior. Como la cosa venía mal parida, me recosté en las sogas, cerré bien la guardia, afirmé las piernas y traté de aguantar el chubasco.
El pendejo estaba hecho una furia y me quería rematar cuanto antes. Se me vino con una seguidilla de izquierda y derecha, izquierda y derecha, izquierda y derecha. Algunas pocas se las esquivaba y las demás morían todas contra los guantes o contra los brazos. Por ahí aflojaba un segundo, se paraba a tomar aire, y yo aprovechaba para tirarle unos ganchos al vacío que nunca le embocaba, pero le hacía ver al árbitro que todavía estaba entero.
Más que nada yo necesitaba cuidarme el hígado porque la cara, más arruinada ya no la podía tener. El ojo derecho lo tenía completamente cerrado y del izquierdo se me nublaba la visión por la sangre que me chorreaba de la ceja. Lo que se dice ver, mucho no veía, pero el otro tenía unos guantes azules -un azul eléctrico, medio fosforescente, lindos guantes-, cuestión que le distinguía bastante bien los puños, que de momento era lo que más me importaba. El problema era que no me diera abajo, en la zona hepática, porque ahí sí que se terminaba todo.
Aguanté bastante contra las cuerdas. Calculo que como un minuto. Debíamos estar cerca del rincón de él porque al lado de la oreja sentía a uno que gritaba:
-Dale que lo tenés, dale que lo tenés.
-Uno-dos, uno-dos.
-Sacá la izquierda, sacá la izquierda.
Entre los golpes y el quilombo, sentía el balero como un tambor. Hasta que en una de ésas se me abre un poco de encima y en cuanto saco uno de esos guantazos livianitos para hacer aspaviento, siento que lo toco y que da un paso atrás. Entonces no sé de adónde saqué fuerzas pero me le afirmé y le tiré una derecha en gancho y atrás un cros de izquierda y otro gancho de derecha. Lo ví medio desarmado -mirá vos, si hasta fichaba un poco mejor-, con la guardia demasiado baja y abierta. Entonces lo medí con la zurda y le saqué una derecha fuerte y cruzada. El tipo echó la cabeza para atrás, giró el cuerpo un cachito y me la esquivó por un pedo. Yo no sé cómo pude desequilibrarme así, pero con el envión me fui para adelante. Y ahí, mal plantado como estaba, me calzó un ápercat limpito en el medio de la pera. No demasiado fuerte, pero limpio, bien puesto. Justo acá. Sentí volar el protector y fui directo a la lona.
(Oíme bien una cosa: cuando largás cualquier golpe -ponele, en la media distancia-, siempre ahí, ¿ves?, nunca mal afirmado. Siempre plantadito al piso.)
Dicen que me paré como un resorte y me agarré de las sogas. La verdad es que yo no me acuerdo ni de la cuenta de protección ni de nada.
Qué cosa es el ser humano.
Yo estaba ahí, paradito adentro del cuadrilátero, y ¿sabés lo único que tenía en la cabeza?, la charla con Don Tito el día que vino a casa. En ese momento me vino patente toda esa situación, detalle por detalle.
Todavía me la acuerdo.

Yo cebaba despacito el último mate, miraba los palitos flotando entre las burbujas de agua, y Don Tito me dijo:
-Vos decidís, Negro. El que se va a morfar las ñapis sos vos. Pero yo en tu lugar no agarraría. Es demasiada pelea. No me lo tomés a mal, pero ya andás por los cuarenta. El pibe está invicto y tiene quince nocau. Está bien, ya sé que muchos eran paquetes que le pusieron enfrente, pero ojo al parche que no es ningún invento.
-Vea, Don Tito -dije yo sin sacar la vista del chorrito de agua que caía-, yo soy un profesional. Si hay plata, hay pelea.
-Ya sé que andás precisando la bolsa -dijo él-, pero pensalo. No hay tampoco tanta guita. Ahora que sos retador, vas a garpar el gasto del gimnasio y te van a quedar cuatro sopes.
Pegué una chupeteada larga que ya no tenía gusto a nada.
-Este mate se lavó -dije yo-, ¿le cambiamos la yerba?
-Por mí no, ya me voy -dijo él-. Por favor, atendeme lo que te estoy diciendo.
-Ya lo oí, Don Tito -dije yo-, y le dije que hay pelea.
El Viejo se paró, agarró la gorra y dijo medio entre dientes:
-Por qué carajo querés joderte la vida.
No sé de adónde, pero de golpe, me agarré una bronca terrible. Me paré de un salto sin soltar el mate y apuntandoló con la bombilla me le puse a gritar. Y creo que a medida que se lo decía, recién iba viendo clarito por qué tenía que pelear:
-Usted sabe cuándo me jodí yo la vida -le dije-. Cuando perdí el título. Cuando largué el gimnasio. Cuando se fue la Yoli con los chicos. Ahí me jodí la vida. ¿Sabe qué, Don Tito? Yo necesito la guita, es cierto, pero me cago en la guita. Lo que yo necesito es volver. Yo fui alguien. Gracias a usted, yo fui alguien. Nosotros llegamos a pelear en el Mádison, Don Tito. Nosotros ganamos en el Mádison. Y ahora ¿quién mierda soy? Un perejil. Eso soy: un perejil de cuarta. Usted sabe bien lo que fue mi vida. Tirar y esquivar trompadas. Desde los catorce años no hice más que tirar y esquivar trompadas. Levantarme a las cinco de la mañana y déle tirar y esquivar trompadas. No hice más nada. Y ahora, después de dos años de infierno, me aparece esta pelea ¿y usted quiere que no la agarre? Es mi oportunidad, Don Tito. Volver a entrenar, subir al ring, cachar esos mangos, pagar las deudas, buscar a la Yoli. ¿Qué más? Ser alguien, ¿me entiende? Dejesé de joder, Don Tito. Entrenemé y se acabó.
Don Tito me miraba serio y le daba vueltas a la gorra entre las manos.
-Yo te entiendo, Negrito -me dijo-, pero te tengo que ser franco. En tu lugar, yo no agarraría.
Se frenó un momento y mientras se enrollaba la bufanda en el cuello me dijo:
-Te van a cagar a palos. Pero si no hay remedio ya sabés en dónde verme.
-En el Boxing, mañana a las siete -le dije.
Don Tito se puso la gorra y caminó hasta la puerta.
-Don Tito -le dije.
Se paró en seco y me miró sin decirme nada. Le guiñé un ojo.
-Y no ando por los cuarenta -le dije-. Recién voy a cumplir treinta y nueve.

Y de ese recuerdo me despertó a medias un directo que me reventó la nariz y enseguida un cros de derecha en plena oreja. Empecé a sentir un griterío de locos, una ovación infernal que iba creciendo y creciendo. Y ya no fiché más nada que un montón de foquitos brillando en el techo, igual que esas luces en el Mádison, todas prendidas.
Y a un costadito, en el rinsai, hasta me pareció ver a la Yoli que aplaudía y lloraba.

Ésta es, además (y si no conté mal), mi firma centésima en este querido espacio. Entonces valga la contribución al redondeo de algún ciclo, fríamente numérico y previo a toda lluvia.