sábado, abril 29, 2006

Baldosas

Días atrás recordé este ejercicio literario de hace unos doce años que evoca una escena de hace treinta y cuatro. Lo creí perdido hasta que lo hallé en un viejo diskette, archivado en el raro formato del Chi Writer 3.12 for DOS que por entonces usaba y que hoy resulta inconvertible a nada excepto mediante una tediosa edición artesanal. Debido a esta feliz recuperación o a que simplemente tengo ganas, lo publico sin enmiendas ni más comentarios.

Algunas baldosas están partidas y pequeñas briznas de pasto proliferan a partir de sus grietas. En otros casos, las matas nacen y se abren paso en las juntas no siempre regulares de unas con otras. El sol de la tarde cae vertical. Hierve el alquitrán sobre el pavimento. Uno puede moldearlo con la punta de los dedos.
Aprovecho que la hierba está demasiado alta para prescindir de la máquina cortadora. Recurro entonces a tu vieja hoz, cuya hoja ennegrecida remata el mango de palo que vos mismo le hiciste. Una gota de sudor resbala lentamente por mi sien, bruscamente se detiene, vuelve a correr sobre la piel para incomodarme al meterse en mi ojo. Porque es salada, me recuerda una lágrima. Las cejas retienen aquellas que brotan abundantes de la frente. Cuando de tanto en tanto hago un alto en la tarea, el dorso de mi antebrazo desnudo las enjuga.
Con precaución y firmeza sostengo la herramienta con la mano izquierda. La luz del sol relumbra de vez en cuando sobre el filo metálico. Con mi otra mano sujeto la piedra porosa, frágil y liviana. Una vez por arriba, la siguiente por debajo, siempre hacia afuera, la piedra frota la hoja. Acompaña la forma de la curva, recorre todo el largo del filo. Una vez por arriba y la siguiente por debajo. Siempre hacia afuera. La hoja vibra y el sonido provocado se expande y atraviesa el aire caliente. Es más grave cuando la fricción se produce junto al mango y se agudiza a medida que la piedra se aproxima a la punta. Parece flotar en la quietud de la siesta. Continúa resonando aún cuando ya me detuve.
Distingo el chasquido de la hoja contra el aire del de la hoja contra el pasto. La hoz secciona la hierba y los delgados tallos cortados alfombran progresivamente la superficie cuadrangular. El calor es tan intenso que en minutos comienza a secarlos y puedo contrastar el verde original de las plantas del tono amarillento que adquiere el manto que las recubre.
A veces mi torpeza permite que la herramienta muerda la tierra. Otras, el filo tropieza contra una piedra oculta por los pastos. Reúno con el auxilio de la escoba las briznas cortadas y construyo con ellas un único montículo.
Tomo ahora tus tijeras de podar. Son de hierro, oscurecido por el trabajo y el tiempo. Quito la funda de cuero, también ennegrecida por el paso industrioso de los años. Donde el césped se une al borde de baldosas, dibuja una línea irregular. Calzo la punta de la tijera junto al filo de la última baldosa. Porque soy diestro y con el fin de facilitar la labor, es preciso que el rectángulo de pasto permanezca a mi derecha y la vereda embaldosada a mi izquierda.
Acuclillado bajo el sol, me escurro una vez más el sudor del rostro con el brazo. Observo revolotear una abeja alrededor de la pequeña parva de pasto. Además de su zumbido, sólo se escucha el motor esporádico de algún auto que circula lejos, sobre la avenida, y aún más espaciado el sonido de los trenes que detienen y reinician su marcha. Acciono las tijeras y con leves movimientos de muñeca voy arrojando los recortes sobre mi costado derecho. Descubro una raya divisoria entre pasto y vereda que no siempre logro mantener pareja y recta.
Utilizo ahora la punta de las tijeras para escarbar las grietas entre las baldosas y arrancar de raíz la ínfima maleza que insiste en desarrollarse. El pliegue entre el pulgar y el índice de mi mano derecha, donde la piel toma contacto y presiona sobre las tijeras, progresivamente se enrojece, duele, hace lugar a una gruesa ampolla que se rompe antes del final de la tarde.
El clima se hace menos sofocante cuando el sol comienza a declinar. Trabajosamente sostengo la escoba con la mano lastimada y elimino todo resto de pasto, raíces y tierra acumulado sobre la vereda. Sobre las largas y secretas raíces del pino, cada vez son más las baldosas que observo quebradas. Levanto una de ellas, ya desprendida. Debajo, protegida por la humedad del suelo y la sombra de las ramas, anida una colonia de bichos bolita.
Estoy cansado y satisfecho. En la estación suena un silbato. Un pájaro canta o grita. El trabajo luce como si estuviese terminado. Esta tarea que el último invierno vos dejaste para siempre y con orgullo infantil yo acerté a continuar.
Pero el trabajo, abuelo, nunca está terminado. Será tal vez porque debajo de las baldosas, en las juntas de las baldosas, aquellas raíces incontrolables no dejan de empujar.

Cada uno sabe sobre qué pequeña historia se largará a llover.

sábado, abril 22, 2006

El desagradable sonido del timbre la despertó. “Tengo que cambiarlo” pensó mientras miraba el reloj: 7:20 de la mañana. Se dijo que nadie en su sano juicio vendría a despertarla un domingo a las 7:20 de la mañana. Miró la cuna donde Julia, su hija de 5 meses, seguía durmiendo plácidamente y decidió imitarla.
Un nuevo y ya insoportable zumbido acompañado esta vez por golpes en la puerta le dijo que tendría que levantarse.
Observó por las hendijas de la ventana, era la hija de Estela.
Estela, su vecina, una inteligente mujer de casi 70 años, había muerto hacía una semana de "muerte natural", significase lo que significase. Conocía a su hija superficialmente, de haber intercambiado un par de palabras esas pocas veces que iba a visitar a su madre.
Abrió la puerta protegiéndose del sol, despertándose.
"Disculpame que te moleste a esta hora", se apresuró a decir, "pero ya entregamos la casa de mamá y quise despedirme".
Se preguntó cómo habrían hecho para vender el enorme caserón de Estela en tan poco tiempo, pero se calló, no eran cosas de ella. Se despidió diciéndole cuánto lamentaba la muerte de su madre, lo cual era absolutamente cierto, durante casi 10 años habían establecido una relación profunda, llena de complicidades y apoyo mutuo.
La hija asintió con la cabeza y continuó: "también quería darte ésto, mamá dejó dicho que era para vos" y le extendió un paquete cerrado sobre el cual en grandes letras negras se leía la indicación de entregárselo.
Ella lo tomó y la miró interrogante. "No tengo idea, parece un libro" dijo la hija con una sonrisa y se despidió.
Cerró la puerta, fue hasta la cocina y preparó un café dejando el paquete sobre la mesa, con una incomprensible molestia. Frente a la taza de café vacío, y ya por su tercer cigarrillo se decidió y lo abrió. Era un viejo cuaderno que había visto alguna vez.
"Es mi Diario, donde digo lo que no quiero decir" le había explicado Estela cuando la sorprendió escribiéndolo.
"¿Por qué a mí?" se preguntó. No se atrevió a abrirlo. Quizás quiso dejarle su vida, que la conociera profundamente. Pero Estela confiaba en ella, y dejarle ese diario sería la forma de asegurarse de que nadie lo leería, que estaría tan protegido como mientras vivía. Se debatió entre el deseo de leerlo y la idea de que ese era también el deseo de su amiga, y su compromiso.
“Digo lo que no quiero decir” recordó, y comprendió que no podría violar su confianza. Lo envolvió en el mismo papel, agregó otro que lo protegiera. Escuchó el contundente llanto con el que Julia la reclamaba y dejó el Diario en un cajón. Antes de cerrarlo tuvo un instante de temor, tomó un lápiz y con grandes letras negras escribió sobre la envoltura un “NO” que evitase que el tiempo y la distancia de Estela en su memoria la hicieran caer en la tentación de leerlo. Cerró el cajón y fue a buscar a su hija.

Julia entró en la silenciosa casa de su madre. Su muerte la había tomado por sorpresa aunque supiera que estaba enferma. Había decidido ir sola, y tomarse el tiempo que necesitara, aún no asimilaba la idea de que no estaría más en sus días y no podía evitar el rechazo al tomar esos objetos que le pertenecían. Pronto cumpliría 40 años pero sentía un absurdo temor de ser descubierta como cuando era chica y jugaba con esos mismos objetos, que sabía prohibidos.
Comenzó a guardarlos, deteniéndose en algunos que provocaban recuerdos, y descubriendo que tocaba por primera vez muchos de ellos que hasta ese momento sólo formaban parte de una imagen de esa casa y de su madre.
Abrió un cajón y encontró un paquete que parecía un libro, con un extraño “NO” en el papel que lo envolvía. Lo abrió con curiosidad y comprendió de inmediato que era un Diario. Se dijo que ese “no” no era para ella, su madre confiaba lo suficiente como para no tener nada que ocultarle.
Se preparó un café, se sentó en el sillón junto a la ventana donde su madre solía sentarse a leer, encendió un cigarrillo y lo abrió.
En pocas líneas se dio cuenta que no había sido escrito por su madre, era de Estela, aquella amiga de la que le había hablado varias veces. Comprendió el significado de aquel “NO” y lo cerró, pero antes de guardarlo sintió curiosidad por ver la fecha final, por saber desde cuándo su madre conservaba intacta aquella confianza.
Abrió las últimas páginas y descubrió que no era la anotación de un diario privado, que estaban dirigidas a su madre.
Leyó las sospechas que Estela había detallado para su madre hacía casi 40 años: la insistencia de su hija en vender esa casa que Estela quería conservar, su malestar físico después de cada una de las extrañamente frecuentes visitas de esa hija en los últimos días, la denuncia que no podía expresar porque mientras sentía que envenenaban su cuerpo se destruía todo lo que le daba sentido a su vida.
Un trueno la sobresaltó y el Diario cayó de sus manos, quedando abierto en precario equilibrio sobre su falda.
Se quedó unos instantes mirando hipnotizada la frase final: “si este Diario llega a vos en los próximos días sabrás que tenía razón y lo que debés hacer, no puedo confiar en nadie más para que haga justicia”.
Mientras el viejo cuaderno caía al suelo, cerrándose, Julia levantó la vista hacia la ventana. Había comenzado a llover.

martes, abril 18, 2006

No pensar/ vivir hoy/ disfrutar

Posicionar una marca comercial implica materializar una serie de operaciones variadas y complejas que apuntan a ubicarla en un lugar específico y diferenciado del de su competencia. O quizás así fuera antes, porque de un tiempo a esta parte he notado una fuerte tendencia en el posicionamiento de cada vez más y más diversos productos: el de agente de disfrute y nada más.
De más está decir que el placer está históricamente asociado a ciertos productos de la gastronomía, el turismo, el espectáculo y el tiempo libre, pero últimamente parece que la vida social hubiera devenido pura búsqueda de jolgorio y lo que no se disfruta carece de objetivo o función alguna, porque ¿acaso qué otra cosa importaría además de disfrutar al máximo?
Los zopencos de Telefónica me envían todo el tiempo un folleto intitulado "Usted y nosotros" que debe traducirse como "Usted nos paga y nosotros cobramos" ya que sólo ofrece más y más caros servicios de dudosa utilidad.
Por ejemplo, "Le proponemos contar con una Línea adicional y comenzar a disfrutar de los beneficios". O bien la posibilidad de saber qué me facturan (lo ocultan y/o cobran por separado) vía internet que destaca: "¡Empiece a disfrutar de este beneficio...!". ¿Me estaré perdiendo el incomparable disfrute de saber a qué número llamé la semana pasada y cuánto gasté en la comunicación?
Al dorso y complementaria, una oferta de conexión de banda ancha: "Speedyficate es el concepto que va a cambiar su manera de ver las cosas" (¿es un concepto o un servicio?, y además... ¿no será demasiada promesa?) que remata con la esperable y antipática orden: "¡No lo piense más y disfrútelo!". Claro que al pie, en letra chica, hay una serie de cauciones que ameritan ser pensadas (e incluso investigadas pues mucho no se entienden) por más que el análisis postergue el anunciado disfrute.
Es que sin la inclusión general, inespecífica, enrasadora, pobrísima del verbo "disfrutar" pareciera que ya no puede publicitarse casi nada. En la última semana, prestando apenas atención y sin un relevamiento exhaustivo de la pantalla televisiva, me encontré al menos con las siguientes modalidades e imperativos del disfrute:
- Una campaña de la Secretaría de Turismo de Presidencia de la Nación. Por ejemplo, la secuencia de diversas postales de paisajes patagónicos con un cierre que me ordena: "Disfrutá Río Negro. Disfrutá Argentina". De acuerdo, es una promoción turística, lo admito.
- "Preparate a disfrutar el sabor de Clight", un polvo para fabricar un sucedáneo de jugo de fruta. La idea es prepararlo en casa, portarlo en una botellita y beberlo en un andén del subte. Por lo tanto: "Disfrutá donde vos quieras". Déjense de joder, che.
- Siguiendo con los jugos, un tipo abre la heladera, extrae un envase y bebe con placer porque "Cuando comprás con confianza, disfrutás más". No se trata del jugo sino de la heladera que compró en Garbarino. Si comprás confiado en Garbarino... ¿disfrutás más del jugo?, ¿de la heladera?, ¿o de qué? No lo comprendo.
- Un banco solía ser sólido, serio, seguro pero ya nadie cree en esas patrañas; solía disputar clientes ofreciendo un punto más de interés y fomentar el ahorro y la inversión, es decir, los planes a futuro.
"¿Querés disfrutar la vida hoy?", dicen ahora los piratas del BBVA y cierran con un "Adelante" inequívoco puesto que la imagen de la puerta de una sucursal se abre seductora para nosotros. Es decir, si querés disfrutar aprovechá ahora porque mañana te volveremos a esquilmar; una suerte de no future que en 25 años pasó de la rebelde desesperanza del movimiento punk a la comunicación masiva de la banca internacional.
- Por último, Bayer, que cual dealer suburbano hace tiempo insiste en que no hay modo de pasarla más o menos bien sin tomar a diario los ácidos que trafica.
El slogan de Bayaspirina es demasiado parecido al del BBVA: "Disfrutar la vida". Su prima hermana cafeinada no le va en zaga y en sus spots el protagonista explica: "Era yo el que quería disfrutar de las cosas, por eso ahora tomo Cafiaspirina". Fenómeno (y para disfrutar más, mucho más, digamos al máximo, ¿no hay algo que pegue mejor? ¡Ah, sin receta no! Ok, ya vuelvo...).
La publicidad es la publicidad. Lejos estoy del ejercicio reduccionista que aisla un aparente fenómeno y lo eleva a causa o efecto de todo lo que pasó, pasa o pasará. No obstante, esta extensión del disfrute como fin excluyente, fetiche y comodín, esta noción de la vida como lugar para el goce urgente y continuo, esta relativa pobreza en la producción social de chatos posicionamientos, creo que se articula a otros varios fenómenos de época, se alimenta de ellos y también los realimenta.
Quiero decir que el riesgo, quizás, es que haya demasiada humanidad abocada al publicitado disfrute de la vida (y sería una pena que se aguara tan bonita fiesta) en el preciso momento en que se largue a llover.

viernes, abril 14, 2006

Lo que menos importa es mi razón

Hace unos días Vitore escribió un interesante post de esos que convocan pensamientos. Si bien el texto de Vitore apunta a la producción de posts me quedé en la dicotomía inspiración - obligación que aparece casi siempre que se habla de creación artística y en una frase de Picasso citada por 1+ (¿me habré inspirado en ellos o curré la idea nomás?).
Un vistazo general indica una doble lectura, ya que “inspirar” es tanto hacer nacer algo a partir de otro algo, una actividad voluntaria, como lo que surge espontáneamente, aparentemente de la nada, sin intervención del sujeto.
La oposición arte-exigencia, arte-trabajo, es tan amplia, supone en primer lugar que arte es aquello que se produce a partir de una inspiración en su segunda acepción, por lo tanto no se tendría ningún control en su creación.
Se le atribuye a Picasso la frase "pintor es el que pinta lo que vende y artista el que vende lo que pinta", una frase que da para varias lecturas. La primera y más obvia, que el sentido (no) mercantilista es lo que construye la obra como artística. Y ese sentido mercantilista a la hora de producir la obra sólo puede conocerla el artista, usar como parámetros de la subjetividad del creador el destino e incluso el origen de esa obra basados en su venta es casi imposible. El propio Picasso pasó gran parte de su vida, cuando aún su fama no lo hiciera millonario, comprometiéndose a cumplir con la entrega de pinturas (el mismo Guernica lo pintó por encargo de la República Española para la Exposición Universal de París) y ésto no lo convirtió en un "pintor" sino en un artista, demostrando que no sólo lo es quien produce por inspiración cuando ésta llega sino aquel que tiene el talento necesario para crear una obra de arte "inspirado" por su responsabilidad laboral en aquello de lo que eligió trabajar, o sea, de artista. Nadie se atrevería a decir que Miguel Ángel no fue un artista aunque vendió su Juicio Final para la Capilla Sixtina mucho antes de crearla, ni de ninguno de tantos pintores que se ganaban la vida pintando retratos por encargo que hoy cuelgan de los más famosos Museos del mundo. ¿Estaban inspirados a la hora de sentarse frente a quien retratarían?. ¿O su talento superaba ampliamente la necesidad de algo más que el saber que crearían?.
Cuando se habla de músicos o escritores no parece haber demasiada diferencia.
En otra lectura, pero complementaria, cuando autores como Rulfo llegaron a una obra famosa ya habían escrito gran cantidad de textos, por lo tanto un Pedro Páramo es la medida de su fama como artista, no de su arte. Y no es la fama lo que hace que lo que alguien produzca sea obra de arte.
¿Es una obra de arte antes de su reconocimiento como tal? Si lo es, independientemente de su calidad, basados en la intención artística, y ésta es imposible de determinar más allá de la obra producida, es complicado. ¿Cuando un escritor produce un texto literario con una consigna que va más allá de la inspiración deja de ser arte? ¿Cuándo lo hace llevado por su inspiración y queda guardado en un cajón lo es?.
Se supone que el artista siente una pulsión que lo lleva a la necesidad de expresar, y esa pulsión más que algo constitutivo de su ser parecería ser considerada una respuesta a momentos cuasi místicos de inspiración. El talento, el trabajo, la responsabilidad, parecen quedar afuera de la ecuación cuando se trata de arte. Sin embargo no conozco un contrato editorial que se base en "cuando lleguen las musas".
Y es esa pulsión lo que provoca algo a lo que también se refiere Vitore: la insatisfacción. La culminación de una obra puede ser orgásmica, pero pronto se vuelve a necesitar crear, está en la naturaleza del artista.
Cuando se dice que un jugador de fútbol es un artista, se habla de su talento, de su "arte", cuando se dice que un médico practica "artísticamente" su profesión, se habla de su dedicación, y aunque obviamente no se trata "arte" por definición, el uso que se le da al término habla del sentido que abarca: talento para producir una obra de calidad y dedicación. Pero el artista también debe crear belleza, y la belleza no parece que pudiera ser producida por encargo. ¿O sí? La Historia del Arte me dice que sí.
La exigencia del "deber crear" con un mínimo de calidad exigida (y autoexigida) sin duda es estresante, mucho más agradable sería poder dejarse llevar por momentos de inspiración que no dependieran de plazos, exposiciones, trabas internas o externas pero en ese caso habría que distinguir entre quienes “artistan” (Cinzcéu dixit) ocasionalmente y quienes lo hacen profesionalmente. Muchos conocemos la sensación de tener que escribir algo y estar horas frente a una hoja en blanco sin que nada surja, es como acostarse pensando que tenemos que dormirnos rápido porque en pocas horas debemos levantarnos, simplemente no se puede. O sí, como dice Alejandra, “es un cerrar los ojos y jurar no abrirlos… con los ojos cerrados y un sufrimiento en verdad demasiado grande pulsamos los espejos hasta que las palabras olvidadas suenan mágicamente”
No lo sé, quizás sea artista aquel que puede crear aún bajo presión, o quien siente esa pulsión que sólo podemos ver en su obra. Sólo sé que disiento con esa socialmente extendida opinión que opone la responsabilidad a la creación artística y que aunque jamás sepa si está creada por inspiración, mi obra de arte preferida siempre será la que anuncia la lluvia.

domingo, abril 09, 2006

What a fucking body

Pese a que intuí que se trataría de un bodrio, vaya uno a saber porqué tuve interés en ver el film The body (El cuerpo) que esta noche emitió el casi siempre predecible Hallmark Channel. Quizás sólo para confirmarlo: es un bodrio.
La cosa es más o menos así. Un comerciante palestino decide hacer un sótano detrás de su local en Jerusalem y pozo va, pozo viene, exhuma un aparente sepulcro que una arqueóloga israelí se pone a investigar sólo para descubrir unos restos mortales que bien podrían ser los del Nazareno. La primera extrañeza es puramente arquitectónica pues el tipo pretendía hacer un sótano en una suerte de patio descubierto y, que yo sepa, los sótanos siempre tienen alguna cosa arriba del orden de la construcción. Quizás sea sólo un problema de traducción y lo que el tipo quería era una piscina o un lago artificial.
A partir de allí se abren los dos planos esperables de la historia: el de las transas e intrigas políticas y el del periplo del héroe, un curita salvadoreño que confiesa no estar calificado para la tarea que se le encomienda y, en efecto, no lo está. Pero es íntegro y para héroe de un film malo, alcanza.
Así las cosas, desde los primeros minutos desfilan decenas de estereotipos de la peor calaña, de esos que en escasos tres segundos uno prevé qué harán o qué dirán un ratito después; esquemáticos personajes salidos de la síntesis del resumen del digesto de la revista Selecciones, a saber:
-La judía liberal, sensible y atractiva que dejó el ejército por la ciencia y cría amorosa a sus hijos tras enviudar de...
-El judío poeta (de éste sólo hay retrato, recuerdo y explicación) que vestido de militar cayó asesinado en el Líbano.
-El cura hispanoamericano que hizo inteligencia militar (¡...!) contra los supuestos malos de El Salvador y fue herido en (¿por?) la espalda.
-El comerciante palestino (el del sótano) que no se mete en política, un poco honesto, un poco cobarde (al final se reivindica), víctima de...
-El terrorista palestino (hay dos o tres, uno parecido al Chicho Serna con unos diez kilos menos) morocho y ladino, callado como hielo, que comete atentados y secuestra niños con fines extorsivos según le indica...
-El palestino terrorista en jefe, un ex-maestro de fríos ojos azules obnubilado por lo que él llama política que no es más que su capricho de recuperar Jerusalem como capital caiga quien caiga.
-El cardenal católico, italiano, hipócrita, insensible, transero, interesado, aferrado a los privilegios políticos y materiales de su Iglesia pero sin la clase del que finalmente asesinan los Corleone.
-El cura científico, pero cura... y científico, primero amablemente desplazado y un poco más tarde en crisis tremenda y terminal.
-El judío ortodoxo (de estos hay una banda) un poco pelotudo, obtuso, capaz de robar un jarrón y apedrear al cura pero al fin disciplinado a...
-El judío ortodoxo en jefe que también es un poco pelotudo pero al que la vejez le ha dado un mínimo de prudencia, equilibrio y sabiduría (no mucha porque confunde a Antonio Banderas con un rabino).
-El político judío que tiene línea directa con el cardenal, transa, negocia y decide a fin de quitarse problemas de encima y no precisa andar invocando el nombre de dios ni otras mariconadas.
Esta troupe previsible encabezada por Matt Gutiérrez, el cura y Sharon Golban, la arqueóloga (sí, hasta los nombres son demasiado previsibles) se dedica a recorrer durante insufribles casi dos horas todos los lugares comunes, todos los chistes malos, todos los clichés obvios e incluso un poquito más. Es el único placer que brinda el film: el juego de anticipación respecto de cuándo y cómo ocurrirá lo esperado.
Así, cuando la bella arqueóloga le pone una curita al bello sacerdote (por no redundar con "curita" que quedaría medio feo) pueden levantarse apuestas sobre si se besarán en 1, 5 ó 10 minutos. Cuando el cura en crisis vital pide que lo dejen solo puede jugarse a acertar la vía que optará para su inminente suicidio. Cuando la madre judía le pregunta al árabe del sótano si su familia es prescindible por ser israelí puede apostarse si el tipo le dirá que sí, que se caga en ella y en la madre que la parió o si le dirá un culposo y vergonzante "of course not". Cuando el mismo palestino se exalta ante los terroristas en defensa de la vida de los niños y de su palabra de honor puede jugarse a adivinar de qué modo lo matarán.
Y la esperable carrera de autos por las callejas de la vieja Jerusalem (porque no es cosa de gastar tal dinero en producción y no rodar unas picadas entre los paredones) y el duelo final que tenía que ser entre el más maquiavélico sujeto sin creencia ni valor moral y el hombre más entero cuyo amor y cuya fe no ceden a la política. Cuando Abu Yusef (el terrorista en jefe) le dice al Padre Matt que "God does not place in politics", todos sabemos de qué lado está la verdad, quién va a explotar en pedazos y que el suplicio está por terminar. Gracias a dios.
Después sólo el epílogo: el curita le canta las cuarenta al cardenal y parece que se va nomás de la Iglesia (rengueando, ya que la granada suicida del jefe palestino lo dejó medio tullido) porque ha reforzado su fe divina; la israelita le explica a su hija (y siempre queda la incómoda sensación de que todo se nos explica a todos) que los cristianos son buena gente y que un dios crucificado no es menos ni más que el invisible de los judíos. Matt y Sharon se escriben porque el amor al prójimo es más fuerte y the end.
¿Y el famoso cuerpo? ¿Era o no el del Cristo? No se sabe ni se sabrá porque los huesos volaron a la mierda y los judíos un poco malos pero prudentes, en acuerdo con el Vaticano, implosionaron las ruinas fúnebres. Pero quizás sí porque un experto británico se había dado una vuelta por ahí y de un único vistazo al esqueleto determinó un lanzazo sobre una de las costillas, huellas de una plausible corona de espinas y un oficio de carpintero por el desarrollo del antebrazo derecho (¿...?).
¿Qué importa? Al fin de cuentas aprendimos qué está bien y qué está mal y es todo lo que necesitamos para cuando se ponga a llover.

miércoles, abril 05, 2006

Hipocresía

Hace unos días observaba callada mientras un amigo respondía los comentarios de una persona a la que sé que considera francamente idiota con toda amabilidad y simpatía, incluso alentándola a continuar. Cuando quedamos a solas le pregunté cómo lograba ser tan hipócrita. Me miró casi ofendido y respondió "no soy hipócrita, soy un ser civilizado". Disentimos ligeramente por un rato hasta que mencionó que no debo joderlo, que es índigo.
No pude evitar preguntarme dónde está el límite. Me fui a la RAE, que suele clarificarme la vida, y descubrí que hipocresía es "fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan". Qué casualidad, eso era justamente lo que había presenciado. Pero también había presenciado un típico acto de sociabilidad.
Volví unas horas atrás en mi memoria. Conversaba con una amiga mientras esperábamos que su madre la pasara a buscar. Llegó la amable señora y después de los típicos ¿cómo andás, tanto tiempo? con amargura me dijo: "hoy estamos tristes, se cumple un año de la partida de nuestro querido Juan Pablo 2do". "¿Ya un año?" respondí honestamente sorprendida. Ella asintió con gesto de parece mentira. "Qué bárbaro, de Benedicto no hay noticias, Juan Pablo por lo menos aparentaba trabajar de Papa" continué mientras mi amiga me taladraba con mirada asesina. Apresuramos la despedida y mi amiga antes de irse susurró "siempre tan sutil vos". ¿Me habré perdido una excelente oportunidad de practicar la socialcresía?. ¿Cuando se ponen en juego las ideas que nos constituyen como personas tendríamos que relegarlas en nombre de la sociabilidad? Eso sería faltarse el respeto a sí mismo, y no conozco regla social que lo justifique.
¿Dónde está el límite?. Es simple verla en los extremos, en la falsa adulación puesta en evidencia, que le repugna a cualquiera con un poco de dignidad, o en alguien cercano, en quien confiamos, que nos golpea en un sentimiento, pero nadie diría que soy hipócrita cuando le sonrío al kiosquero mientras me cuenta cómo bajan las ventas, ni cuando me detengo media hora escuchando un relato que no me interesa para nada de algún conocido, de hecho nos enseñan desde que nacemos a ocultar lo que verdaderamente pensamos y sentimos, en pos de una vida civilizada y posible.
¿Será la intención lo que determina si se trata de hipocresía o sociabilidad? Eso me complica más, es imposible saber las intenciones del mundo. ¿Las consecuencias? Tampoco. No creo que exista alguien que esté a salvo de ser considerado hipócrita por otro en algún momento, a menos que hayamos tenido la suerte de que jamás se supiera lo que realmente pensábamos o sentíamos. Pero seguramente nosotros no consideraríamos que aquel fuese un acto de hipocresía, y tendríamos razones válidas para esa opinión.
Por definición todo discurso político y un enorme porcentaje de la vida social se basan en ella. Todos hablamos de ser honestos y de no soportar a los hipócritas, pero si existiese una persona que no lo fuera en ese difuso límite en el cual se mezcla con lo social sería de inmediato aislado del mundo.
"Es fácil, hipócrita es el que miente a sabiendas o para conseguir algo" me dijeron hace un rato. ¿Se puede mentir sin saberlo? ¿No se quiere conseguir algo siempre, aunque sea simplemente no discutir por pavadas? Si corto uno de los interminables cuentos de peleas familiares de mi vecina diciéndole que me resultan burdos, grotescos y francamente aburridos estaría no siendo hipócrita, ya que no fingiría cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente tengo o experimento, seguramente conseguiría no escucharla más, pero me sentiría bastante mal. Parecería que es hipócrita quien acciona falsamente, pero no quien reacciona del mismo modo.
En definitiva, aunque no tengo idea de dónde se establece el límite, me queda en claro un hecho: para la RAE todos somos hipócritas. Pero como yo no lo soy espero que nadie en este bello planeta sufra cuando comience la lluvia que ya asoma.