sábado, mayo 31, 2008

Marco

En 1981 trabajé en una fábrica de plásticos que, por suerte, se prendió fuego -hubo quien sospechó de componendas entre sus principales accionistas y la compañía de seguros- y me dejó en libertad de acción, cual futbolista poco prometedor.
A propósito de promesas deportivas -y en evidente digresión- este verano me topé con una colección de fotos futboleras expuesta en el bar de un hotelito. Entré a observarlas y descubrí, en el desorden temporal del collage, la imagen
insistente de Eduardo Delgado, un wing derecho que brilló en Chacarita hace más de 30 años y luego incursionó en algún club grande y en alguna selección juvenil. El encargado de algo se acercó a conversar conmigo más o menos -sintetizo mucho, claro, pero es casi literal- lo que sigue:
-¿Lo conoce?
-Sí, me acuerdo, Delgado, un pibe que prometía mucho.
-Bueno, ahora es un gordo, viejo, que no promete nada.
La vida no es sueño, la vida es un fiasco.
Pero yo estaba hablando de una fábrica de plásticos en la que hace 27 años también trabajaba un tal Marco. Por entonces, escribí un suscinto relato al que no voy a modificarle típicos recursos de época marcados por determinadas lecturas y por rotundos límites de autor ni ciertas focalizaciones temáticas que hoy revisaría.
No es la primera vez -ni quizás la última- que rescate algún viejo texto y lo pegue aquí sin enmiendas ni más comentarios. Las razones, siempre, son privadas, intransferibles.


En el comedor demasiado estrecho yo había elegido el extremo de la única mesa desocupada, había acercado una silla y me había sentado. Había tomado la sopa -fideos y zapallo- y después había limpiado mis bigotes con una servilleta de papel.
Pensaba. Pensaba en la astrología, en las predicciones, en los destinos humanos. Pensaba si la historia ya estaba trazada de antemano, si la muerte, como en un mapa, ya nos había sido indicada.
Pavadas, pensé. Lo que nos sucede no es más que el producto de lo que somos, de lo que hacemos. Nosotros tejemos o destejemos los actos futuros en una relación matemática de coordenadas y resultantes.
Otros dos muchachos se acercaron a mi mesa y tomaron asiento frente a mí. Buen provecho, dijeron y comenzaron a cortar y comer pedazos de pan mientras yo me servía otro vaso de gaseosa.
Pensemos en un tiempo no ordenado, un tiempo amorfo del que conocemos conjuntamente todos sus instantes. Ya no existirían los sucesos, porque nada sucedería a nada. En este mar inerte, helado, asquerosamente quieto, imaginemos desordenadas todas las figuras de la vida. Un antes y un después inexistentes que dejarían en ridículo todas nuestras esperanzas, todos nuestros sueños y todos nuestros esfuerzos.
Pensaba yo en estas cosas cuando ví entrar a Marco. Marco es un hombre alto al que siempre he visto vistiendo ropa azul de trabajo. Gesticula mucho al hablar, nunca tiene fuego para encender sus cigarrillos. Fiammífero, pide. Buona sera. Bella ragazza. Le gusta hablar en italiano, le gusta hacer bromas y no es del todo infeliz. En el hombro seguramente tenga una ancha cicatriz, un rasguño de guerra de esos que una bala trazante abrió en la frontera con Francia o con Yugoslavia. Tiene dos hijas mujeres, esposa y una casa de material en el barrio de Liniers que terminó de construir en el año '57. Marco tiene sesenta y un años.
Cuánto te falta para jubilarte, le preguntó un capataz joven que jugaba con una cáscara de naranja entre los dedos. Marco agitaba el cigarillo entre el índice y el pulgar de su mano extendida. Ya hace un año y medio que podría haberme jubilado, dijo, quiero acumular unos meses más, porque varios años no aporté. Hasta julio, dijo pegándole una pitada larga a la colilla, hasta julio y en agosto me voy a Italia, confirmó con un cierto placer en los ojos cansados.
Yo me eché un poco hacia adelante y sorbí un trago de café. Qué grotescos suenan nuestros planes frente al destino implacable, pensé. Este hombre proyecta un futuro inexistente, la ilusión de un regreso. Seguramente este hombre cuando duerme sueña. Sueña con vino negro y con tarantelas, con un pueblo cada noche más blanco, con puertos de color dorado, con un sol mediterráneo que se apagó en el año '39 y que ya no volverá a brillar.
Porque Marco morirá con el primer frío del '82. Una mañana de lunes se sentirá descompuesto, en la parada del 304 se apoyará contra el poste. Alguien, un muchacho joven, lo tomará del brazo y le preguntará si se siente bien. Muy bien. En un segundo Marco recordará la marquesina de un cine en Vicenza, el primer beso de la primera novia, la artillería sangrienta de los aliados, las bolitas de vidrio de aquel amigo que después murió, el trabajo de soldadura que el viernes dejará por la mitad, la camisa de ir a misa la doménica, sus dos hijas –tan grandes– y los novios de sus dos hijas, la soledad de los puestos de guardia, el batón de verano sobre el cuerpo desnudo de su mujer yendo del patio a la cocina y de la cocina al patio, la suspensión del año '73 por marcar la tarjeta con birome, la arena fina del Adriático, su hermana Sofía con la canasta de pan recién horneado cruzando el patio de tierra entre los gansos, el Ferrocarril Oeste los sábados por la tarde, la nieve y los tranvías, el mate y las alambradas.
Después alguien recordó su hasta julio y su en agosto me voy a Italia, y otros dijeron el quién hubiera dicho y el qué se le va a hacer.
Pero en el supuesto desorden de los hechos, los proyectos de Marco siguen siendo una burla.

domingo, mayo 18, 2008

Y ahora la escritura

Vengo de la época histórica del manuscrito, es decir, de la escritura manual. Tanto vengo de allí que pasé años de vida completando a mano unos secundarios cuadernos calitécnicos al reverendo cuete, más o menos al mismo tiempo que aprendía a calcular bajo ciertas técnicas ya a punto de caducar.
En mi primera escolaridad aún se pontificaba la preeminencia de la lapicera a fuente contra la de cartucho y el inocente bolígrafo todavía era objeto de diatriba y censura institucional.
En mi tardía infancia tuve acceso a mi primera máquina de escribir, una vieja Remington que databa de los años 30 y mi viejo atesoraba como signo de alguna cosa. Con ella aprendí casi todo lo que ahora tipeo en este teclado hace años vetusto.
La antigua Remington dio paso a una Lettera 32 de Olivetti, más liviana y maleable pero esencialmente lo mismo. En ella armé la edición de lo que presumo mi primer y único libro, con un tremendo esfuerzo artesanal y resultados más bien pobres.
Poco después, en mi laburo de entonces, accedí a la máquina eléctrica: una maravilla que imprimía grafismos en el papel sin juzgar la potencia del eventual dedo operador. Pero la verdadera revolución fue mi encuentro con una Brother con memoria, en ocasión de mi militancia en función responsable de una imprenta obrero- partidaria. Ese bicho (hablo de hace casi un cuarto de siglo) era capaz de almacenar texto y ponerlo a disposición de su corrección y diseño.
Después vino, inevitable y bienvenida, la PC. Recién hacia 1991 me hice de una e instalé el Chi Writer, un soft que tenía sus ventajas pero demostró que resultaba incompatible con el resto del mundo. Escribí en él una novela y cuando imprimí su primer borrador, quedó claro que ocho horas no es un plazo admisible de impresión de nada. Migré al toque a Word 5.1 for DOS.
Y después de un tiempo, a partir del nuevo siglo, adopté definitivamente el soft de Word for Windows. Y ahí sigo, por ahora.
Es preciso recorrer (un poco) la historia para entender (un poco) nuestro presente. Ha habido mil instrumentos de escritura hasta la pluma y, después, mil plumas. Y hoy tenemos una metafórica pluma, potenciada en sus recursos técnicos, que nos hace responsables de la escritura pero también de esa historia.
Hagámosle ese flaco honor antes de que, definitivamente, se largue a llover.

sábado, mayo 10, 2008

Cálculos históricos

En nuestros siglos XX y XXI la edad de cada cual puede medirse en términos de tecnologías, de número de tecnologías sucesivas que fuimos atravesando. Tal método hubiera resultado inútil a lo largo del milenario medioevo e incluso durante los siglos de la llamada modernidad. Dos grandes objetivos básicos se ha dado la educación pública del último siglo y medio en términos de programa formal: que los alumnos aprendan a leer y escribir y a sacar cuentas. Y hoy quiero hablar de sacar cuentas.
Cuando inicié mi escolaridad primaria ya sacaba cuentas muy básicas mentalmente. La escuela me obligó a registrar sobre papel lo que ya calculaba sin registro y, junto con ello, me brindó técnicas de cálculo que me permitieron sacar cuentas más complejas. Aprendí a dividir cifras como 175249 por 2243, a obtener un resto bajo el cual dibujar un firulete e incluso a ejecutar pruebas de confianza del resultado.
Poco después inicié mis estudios secundarios, curiosa denominación que bien podría leerse en relación a los estudios principales. En aquel ámbito secundario aprendí dos cosas respecto del cálculo aritmético: una técnica intelectual para redondear cálculos difíciles con un aceptable margen de practicidad y el uso de una herramienta llamada regla de cálculo que consistía en aproximar resultados en base a la relativa fiabilidad del ojo humano. Continúo utilizando eventualmente la primera pero hace décadas que la segunda es un mero instrumento de museo. Creo que pasó a retiro vitalicio un par de meses después de que me enseñaran su uso, porque ya despuntaba en el horizonte la entonces muy rara y muy cara calculadora electrónica.
Con una calculadora, pronto barata y masiva, uno pudo calcular cualquier raíz a nivel del millonésimo y, por lo tanto, a mis 12 ó 13 años, quedaban ridiculizados mis ingentes esfuerzos de un par de años atrás por calcular sobre papel una boludez tal como la raíz cúbica de 1000 y también la menos boluda de 7927. La calculadora resolvía todos los cálculos tediosos y sólo hacía falta saber cómo articularlos a fin de obtener resultados prácticos aplicados a un problema concreto. Pero yo sabía qué cosa calculaba la calculadora más rápido y exacto de lo que podía calcularlo yo.
Durante 1979 liquidé sueldos y jornales sobre unas largas y anchas planillas manuscritas y la calculadora fue mi auxiliar imprescindible, mi secretaria ejemplar. Hacia 1980 conocí a su rival definitiva, la computadora, que ya no se disciplinaba al criterio del operador sino que tenía sus propios criterios almacenados y sólo había que cargar los datos e iniciar su proceso. No había por entonces, al menos en mi nivel de empleado/ operador, espacio de interacción más allá de la tecla enter. Y sus secretos eran a tal nivel inexpugnables que cualquier otra tecla podía conducir a un desastre que alguna vez materialicé de puro curioso.
Poco después dejé de liquidar sueldos y jornales (me echaron por exceso de curiosidad) y pasé a trabajar en investigación por encuestas. Entre otras cosas coordinaba la sistematización y codificación de los datos que entonces debía ajustarse a las fatídicas doce posiciones por columna de la tarjeta perforada; durante muchos años, ya perimido tal sistema y por mera inercia intelectual, tendía a codificar entre 0 e Y (0= Ninguno; X= Otros; Y= NS/ NC). Parte de mi tarea era el clean-up, nombre gringo para la rectificación de los cien errores derivados de una imperfecta programación del proceso.
Pasó todavía una década antes de que me sentara frente a una computadora que yo pudiera operar con mediana inteligencia: los 80 aún fueron de los grandes emprendimientos comerciales o de las vanguardistas Commodore domiciliarias. Hacia 1990 trabajaba en el turno noche de un hospital público y tenía largas horas para encender y explorar (ambas cosas me estaban prohibidas) la única y reciente PC instalada en su Dirección de Estadística que, en rigor, aún no se usaba para nada útil. En los muchos ratos libres que me dejaba la confección de fichas manuscritas o la operación de una vieja Lexicon 80, investigaba esa rareza informática a partir del saber previo de un simio escolarizado.
Por fin en 1991 me compré una AT 286 y, en términos de cálculos, instalé una versión del Quattro Pro (Borland) for DOS que entonces descubrí como la última y definitiva maravilla. Diseñé y armé planillas de todo tipo y calculé hasta la máxima pavada imaginable. Era el juguete nuevo, escoba nueva barre bien, dicen. Y barre tan bien que la mayor parte de las humildes planillas que desde 2000 en adelante diseñé en versiones de Excel for Windows, se basan en aquellos arduos aprendizajes bajo un soft para DOS que ofrecía menos soluciones automáticas que los saberes previos que requería.
Me pregunto con qué calcularía Pitágoras hace milenios y con qué Galileo, Newton, Pascal, Gauss, Einstein, todos anteriores a las grandes facilidades actuales que de algún modo son hijas de sus grandes esfuerzos. Y me pregunto cuánto sirven estas facilidades a quienes no han recorrido cierto camino intelectual hacia la obtención de un resultado aritmético. Ninguno de aquéllos habría aceptado como verdad última esa respuesta tan común por parte de operadores contemporáneos: el sistema esto, el sistema lo otro, acá no me figura, etc. A veces creo que quien defiende que el sistema da saldo 0 ante un crédito de 200 y un débito de 150, no sólo cumple con su lugar de vocero necio y literalmente irresponsable sino que, además, no ha sido educado en términos de cálculo alguno sino en meras lecturas de resultados en pantalla. Apretar un botón para que dé un número no puede ser ninguna operación seria de conocimiento sobre nada. A veces temo que, fuera de los especialistas formados en el tema, sea la única a nivel masivo.
Ya se ha dicho: somos enanos sobre los hombros de gigantes. El problema es que no reconozcamos cuán enanos somos, qué recorrido histórico ha hecho gigantes de tipos de lo más enanos y dónde carajo estamos hoy parados y expuestos a la lluvia que caerá.