Marco
A propósito de promesas deportivas -y en evidente digresión- este verano me topé con una colección de fotos futboleras expuesta en el bar de un hotelito. Entré a observarlas y descubrí, en el desorden temporal del collage, la imagen insistente de Eduardo Delgado, un wing derecho que brilló en Chacarita hace más de 30 años y luego incursionó en algún club grande y en alguna selección juvenil. El encargado de algo se acercó a conversar conmigo más o menos -sintetizo mucho, claro, pero es casi literal- lo que sigue:
-¿Lo conoce?
-Sí, me acuerdo, Delgado, un pibe que prometía mucho.
-Bueno, ahora es un gordo, viejo, que no promete nada.
La vida no es sueño, la vida es un fiasco.
Pero yo estaba hablando de una fábrica de plásticos en la que hace 27 años también trabajaba un tal Marco. Por entonces, escribí un suscinto relato al que no voy a modificarle típicos recursos de época marcados por determinadas lecturas y por rotundos límites de autor ni ciertas focalizaciones temáticas que hoy revisaría.
No es la primera vez -ni quizás la última- que rescate algún viejo texto y lo pegue aquí sin enmiendas ni más comentarios. Las razones, siempre, son privadas, intransferibles.
En el comedor demasiado estrecho yo había elegido el extremo de la única mesa desocupada, había acercado una silla y me había sentado. Había tomado la sopa -fideos y zapallo- y después había limpiado mis bigotes con una servilleta de papel.
Pensaba. Pensaba en la astrología, en las predicciones, en los destinos humanos. Pensaba si la historia ya estaba trazada de antemano, si la muerte, como en un mapa, ya nos había sido indicada.
Pavadas, pensé. Lo que nos sucede no es más que el producto de lo que somos, de lo que hacemos. Nosotros tejemos o destejemos los actos futuros en una relación matemática de coordenadas y resultantes.
Otros dos muchachos se acercaron a mi mesa y tomaron asiento frente a mí. Buen provecho, dijeron y comenzaron a cortar y comer pedazos de pan mientras yo me servía otro vaso de gaseosa.
Pensemos en un tiempo no ordenado, un tiempo amorfo del que conocemos conjuntamente todos sus instantes. Ya no existirían los sucesos, porque nada sucedería a nada. En este mar inerte, helado, asquerosamente quieto, imaginemos desordenadas todas las figuras de la vida. Un antes y un después inexistentes que dejarían en ridículo todas nuestras esperanzas, todos nuestros sueños y todos nuestros esfuerzos.
Pensaba yo en estas cosas cuando ví entrar a Marco. Marco es un hombre alto al que siempre he visto vistiendo ropa azul de trabajo. Gesticula mucho al hablar, nunca tiene fuego para encender sus cigarrillos. Fiammífero, pide. Buona sera. Bella ragazza. Le gusta hablar en italiano, le gusta hacer bromas y no es del todo infeliz. En el hombro seguramente tenga una ancha cicatriz, un rasguño de guerra de esos que una bala trazante abrió en la frontera con Francia o con Yugoslavia. Tiene dos hijas mujeres, esposa y una casa de material en el barrio de Liniers que terminó de construir en el año '57. Marco tiene sesenta y un años.
Cuánto te falta para jubilarte, le preguntó un capataz joven que jugaba con una cáscara de naranja entre los dedos. Marco agitaba el cigarillo entre el índice y el pulgar de su mano extendida. Ya hace un año y medio que podría haberme jubilado, dijo, quiero acumular unos meses más, porque varios años no aporté. Hasta julio, dijo pegándole una pitada larga a la colilla, hasta julio y en agosto me voy a Italia, confirmó con un cierto placer en los ojos cansados.
Yo me eché un poco hacia adelante y sorbí un trago de café. Qué grotescos suenan nuestros planes frente al destino implacable, pensé. Este hombre proyecta un futuro inexistente, la ilusión de un regreso. Seguramente este hombre cuando duerme sueña. Sueña con vino negro y con tarantelas, con un pueblo cada noche más blanco, con puertos de color dorado, con un sol mediterráneo que se apagó en el año '39 y que ya no volverá a brillar.
Porque Marco morirá con el primer frío del '82. Una mañana de lunes se sentirá descompuesto, en la parada del 304 se apoyará contra el poste. Alguien, un muchacho joven, lo tomará del brazo y le preguntará si se siente bien. Muy bien. En un segundo Marco recordará la marquesina de un cine en Vicenza, el primer beso de la primera novia, la artillería sangrienta de los aliados, las bolitas de vidrio de aquel amigo que después murió, el trabajo de soldadura que el viernes dejará por la mitad, la camisa de ir a misa la doménica, sus dos hijas –tan grandes– y los novios de sus dos hijas, la soledad de los puestos de guardia, el batón de verano sobre el cuerpo desnudo de su mujer yendo del patio a la cocina y de la cocina al patio, la suspensión del año '73 por marcar la tarjeta con birome, la arena fina del Adriático, su hermana Sofía con la canasta de pan recién horneado cruzando el patio de tierra entre los gansos, el Ferrocarril Oeste los sábados por la tarde, la nieve y los tranvías, el mate y las alambradas.
Después alguien recordó su hasta julio y su en agosto me voy a Italia, y otros dijeron el quién hubiera dicho y el qué se le va a hacer.
Pero en el supuesto desorden de los hechos, los proyectos de Marco siguen siendo una burla.