Las cruces dejaron de llover
Cada domingo a la mañana recorría el barrio buscándolos, pero estaban en la misa de la Iglesia San José. Todos, excepto yo.
Un día le pregunté a mi mamá por qué yo no, y me respondió un apurado "porque no creemos en eso" y siguió peinándome porque "siempre llegás tarde". Asumí que no creía, pero aún no entendía en qué.
Recurrí entonces a mi padre, quien tenía una marcada tendencia por los largos discursos. Después de escucharlo más de media hora tuve una idea más clara: no creíamos en la Iglesia y él tampoco en Dios pero mi mamá sí, y en lo que yo quisiera creer cuando creciera estaría bien.
Cuando aún no había superado un dígito de vida no entendía la diferencia entre Iglesia y Dios, pero sí había comprendido que alguna debía existir.
Enfrenté por primera vez mi discordancia social: la comunión y posterior fiesta de cada uno de mis amigos. Me pregunté por qué se vestirían de novios/as, y saqué mi conclusión: "se casan con Dios".
Me preparé para lo que sería diferente, ellos accederían a algo que yo desconocía, y asumí que serían mejores (que antes y que yo), pero todo siguió igual. Definitivamente no comprendía.
Cuando alcancé los dos dígitos me dije que ya tenía edad para averiguar por mí misma de qué se trataba, y un domingo a la mañana fui a San José.
Me sentí inmensamente pequeña cuando entré en la iglesia, era un lugar enorme, el silencio se traducía en espacio, la imponente cruz al frente era atemorizante, aquí y allá los vitraux e imágenes de hombres que no sabía quiénes serían pero brillaban destruyeron toda mi seguridad, me sentí culpable por estar allí sabiendo que no creía, así que me propuse creer. Pero no lo logré.
Cuando llegó el cura que ofició la misa la magia terminó, era un hombre bajito, con rostro de cuervo, voz chillona y mirada aburrida.
Me ubiqué cerca del altar observando a mi alrededor para comprender el ritual e imitarlo. Nadie me había advertido que no podía interrumpir al cura cuando daba su sermón.
El hombre empezó a hablar. En un momento mencionó a Adan y Eva, y me sentí un poco mejor, esa parte la sabía, Adán, Eva, la serpiente y la manzana, pero cuando aparecieron Caín, Abel y la hermandad del mundo me confundí. Hice un cálculo mental, estaban el padre, la madre y los dos hermanos, uno mató al otro, y se fueron a otro lugar donde el sobreviviente se casó. Si no se casó con la madre, la serpiente o Dios, algo no cerraba. Como Papá Noel con pieles en verano.
"¿De dónde salió la esposa?" pregunté en voz lo suficientemente alta como para que me escuche. Una mujer vestida de negro a mi lado me dijo un rápido "callate, nena", pero insistí. "¡Señor!" le grité. Me miró con gesto de impaciencia y continuó su sermón.
En mi ignorancia lo llamé "Señor" y no "Padre". Después supe que ahí adentro el único señor era Dios, quizás por eso nadie me respondió. La mujer a mi lado me dijo que no fuera irrespetuosa y no interrumpiera al Padre. Entonces me callé.
Primer pecado: me hice preguntas y pretendí respuestas.
Conseguí una Biblia y me puse a leerla. Mientras tanto iba creciendo.
Ya era adolescente cuando llegué al punto final, de la Biblia y la Iglesia. Pero aún no me decidía por el ateísmo, quería creer en algo, pero no encontraba en qué.
Un timbrazo me puso frente a frente con dos amabilísimas mujeres que me explicaron que estaban allí para traerme La Palabra, y salvarme. Eran Testigos de Jehová.
Las escuché un rato, luego comencé a hacerles preguntas y a oponer sus argumentos con los míos. En un momento una de ellas, la más vieja, me dijo sonriente: "hacés preguntas que yo no puedo responder, tendrías que hablar con alguien que sepa más". De inmediato se apartaron un poco y discutieron las opciones. Volvieron y continuaron: "en este momento el único en la zona que podría darte esas respuestas es Alberto, así que vamos a transmitir tus dudas y vendrá a visitarte una de nuestras predicadoras". "¿Y Alberto?" pregunté sin entender. Con gesto de condescendiente obviedad me explicaron "Alberto es hombre".
Segundo pecado: me relacioné con hombres de igual a igual.
En algún momento la ciudad empezó a llenarse de seres extraños, siempre en pares, impecablemente vestidos, idénticos, con una valijita y un libro en la mano. Eran mormones. No tenía idea de lo que era eso, por lo tanto en cuanto se me acercaron me dispuse a averiguarlo. Estaban misionando, me explicaron que deben hacerlo por dos años en el país al que los envíen. Uno era peruano (un peruano rubio) y el otro de Miami (un miamense rubio). Me hablaron de la presencia de Jesús en América (del Norte, claro), de John Smith, y me preguntaron si me gustaría ver una foto de los Profetas. Cuando me la dieron los miré preguntándome/les si era una joda. Pero no, ese grupo de hombres de impecable traje, como Bill Clintones sonrientes, parecidos a ejecutivos de la General Electric, eran los Profetas modernos. Esos hombres cuidan el alma de los fieles.
Tercer pecado: vi agentes de Bolsa en los Profetas.
Indagué en religiones orientales, alternativas, no ortodoxas. Dejé de enumerar pecados cuando ya llevaba varias decenas, acumulados aquí y allá, esos primeros tres fueron mi cadena perpetua.
Por entonces ya había dejado atrás la adolescencia y mi curiosidad por aquel Dios tan funcional a los hombres. Me asumí como atea con cierta tendencia agnóstica. Ya había visto el poder de la Iglesia, de todas las Iglesias, su soberbia, su fascismo, sus crímenes.
Si acaso existiese algún Dios tengo algo en mi descargo: lo intenté.