Cuando comenzamos a nacer
Cuando cumplí 7 años mis padres decidieron que ya era hora de que estudiase algo más que la escuela con la que acababa de enfrentarme. En solemne ceremonia nos informaron, a mi hermano y a mí, de la decisión y de la libertad de elegir qué era aquello en lo que querríamos invertir parte de nuestra vida.
Mi hermano, más inteligente y práctico, eligió un curso del "idioma del futuro", inglés, un par de horas semanales. Pero por aquella época yo ya había comenzado a soñar, y aún no con serpientes, por lo tanto decidí convertirme en bailarina clásica.
Saber que significaba madrugar inhumanamente todos los días y pasar mis mañanas en el Teatro Argentino, para llegar a mi casa agotada y correr a la escuela hasta las 5 de la tarde no me asustó, era danza, pura magia, la concreción de la fantasía.
Mi hermano, más inteligente y práctico, eligió un curso del "idioma del futuro", inglés, un par de horas semanales. Pero por aquella época yo ya había comenzado a soñar, y aún no con serpientes, por lo tanto decidí convertirme en bailarina clásica.
Saber que significaba madrugar inhumanamente todos los días y pasar mis mañanas en el Teatro Argentino, para llegar a mi casa agotada y correr a la escuela hasta las 5 de la tarde no me asustó, era danza, pura magia, la concreción de la fantasía.
Haber pasado aquellos primeros 7 años viendo a mi mamá poner enormes discos de vinilo en un imponente y antiguo mueble de madera que llamaban "combinado", y escuchado a Beethoven, Mozart, Bach, Tchaicovsky, Liszt y demás pudo tener algo que ver con esa decisión, pero es tema para mi psicólogo.
Comprobé de inmediato que no me había equivocado, era pura magia. En aquel primer encuentro mis profesoras se llamaban Yolanda y Tamara, en un momento en el que llamarse así sólo era posible si eras bailarina clásica.
Comprobé de inmediato que no me había equivocado, era pura magia. En aquel primer encuentro mis profesoras se llamaban Yolanda y Tamara, en un momento en el que llamarse así sólo era posible si eras bailarina clásica.
Estudiábamos francés, lo que también era coherente con la fantasía. Ya entonces tenía claro que era el idioma de todo lo romántico que existiese en el universo, quizás haber visto demasiado a Pepe Le Pew tuviera algo que ver, pero no importaba.
El paso de las zapatillas negras de media punta y el traje, también negro, a las zapatillas de punta y equipo rosas, era la sublimación.
Aquellos primeros 3 años vestida de negro veía pasar a las que ostentaban un rosa ruidoso, golpeando en cada paso las puntas de yeso de sus zapatillas en los pasillos altísimos del Teatro y me preguntaba si yo llegaría alguna vez allí. Y llegué, y por única vez en mi vida me vestí de rosa.
El paso del negro al rosa fue desmitificando, aprendí que la competencia era salvaje, que las bambalinas costaban demasiado, que no había piedad con aquellos a los que les resultaba difícil seguir el ritmo, se les informaba que no era para ellos y se cerraba la puerta.
Para entonces yo ya había llegado a la adolescencia, y adolescía, entre otras cosas, de tolerancia. Era la adolescencia rock y Proceso, apenas quedaba un rincón para la magia, la fantasía en aquel momento era la revolución y el Flaco. Pero había llegado al rosa sin poco esfuerzo, y abandonarlo me resultaba complicado.
La noche de gala del aniversario de la ciudad era año tras año la coronación de ese esfuerzo, llegar a interpretar un papel protagónico, no perderse entre la coreografía grupal, era la ambición de todos.
Nora y Mara, compañeras desde el primer año, eran sin duda las mejores bailarinas. Ese año el ballet Giselle era el elegido, y ser Giselle era lo único que importaba. Nadie dudaba que una de ellas sería la que representase ese rol, pero sólo un mes antes del estreno supimos que la elegida como primera bailarina era Nora y Mara sería su suplente, además de ocupar su papel específico.
La noche del estreno llovía, pero el Teatro estaba lleno. Espiar desde atrás del telón era algo que teníamos prohibido y todos hacíamos.
Faltaba media hora para el inicio, adrenalina en el aire, risas nerviosas, profesores dando últimas indicaciones, cada uno absorto en el maquillaje y vestuario, que se guardaba en el teatro, peleando unos pocos espejos, cuando se escucharon gritos y corridas desde y hacia uno de los camarines. Nora sentada en el piso, llorando y tomándose el pie que sangraba, era la imagen de lo imposible, de la catástrofe. Un vidrio dentro de su rosa zapatilla de punta le había producido un profundo corte.
Menos de 10 minutos después Mara estaba vestida de Giselle.
Salí por última vez del Teatro esa noche, sabiendo que siempre vestiría de negro, y empezando a comprender por qué va a llover.
El paso de las zapatillas negras de media punta y el traje, también negro, a las zapatillas de punta y equipo rosas, era la sublimación.
Aquellos primeros 3 años vestida de negro veía pasar a las que ostentaban un rosa ruidoso, golpeando en cada paso las puntas de yeso de sus zapatillas en los pasillos altísimos del Teatro y me preguntaba si yo llegaría alguna vez allí. Y llegué, y por única vez en mi vida me vestí de rosa.
El paso del negro al rosa fue desmitificando, aprendí que la competencia era salvaje, que las bambalinas costaban demasiado, que no había piedad con aquellos a los que les resultaba difícil seguir el ritmo, se les informaba que no era para ellos y se cerraba la puerta.
Para entonces yo ya había llegado a la adolescencia, y adolescía, entre otras cosas, de tolerancia. Era la adolescencia rock y Proceso, apenas quedaba un rincón para la magia, la fantasía en aquel momento era la revolución y el Flaco. Pero había llegado al rosa sin poco esfuerzo, y abandonarlo me resultaba complicado.
La noche de gala del aniversario de la ciudad era año tras año la coronación de ese esfuerzo, llegar a interpretar un papel protagónico, no perderse entre la coreografía grupal, era la ambición de todos.
Nora y Mara, compañeras desde el primer año, eran sin duda las mejores bailarinas. Ese año el ballet Giselle era el elegido, y ser Giselle era lo único que importaba. Nadie dudaba que una de ellas sería la que representase ese rol, pero sólo un mes antes del estreno supimos que la elegida como primera bailarina era Nora y Mara sería su suplente, además de ocupar su papel específico.
La noche del estreno llovía, pero el Teatro estaba lleno. Espiar desde atrás del telón era algo que teníamos prohibido y todos hacíamos.
Faltaba media hora para el inicio, adrenalina en el aire, risas nerviosas, profesores dando últimas indicaciones, cada uno absorto en el maquillaje y vestuario, que se guardaba en el teatro, peleando unos pocos espejos, cuando se escucharon gritos y corridas desde y hacia uno de los camarines. Nora sentada en el piso, llorando y tomándose el pie que sangraba, era la imagen de lo imposible, de la catástrofe. Un vidrio dentro de su rosa zapatilla de punta le había producido un profundo corte.
Menos de 10 minutos después Mara estaba vestida de Giselle.
Salí por última vez del Teatro esa noche, sabiendo que siempre vestiría de negro, y empezando a comprender por qué va a llover.
4 comentarios:
¿Será tan importante ser Gisselle o el mundo está un poco loco? ¿Qué habrá sido de Mara? ¿Habrá bailado éxitos o hallado su vidriecito? ¿Habrá vivido La vie en rose o decidido Paint it black? ¿Y por qué tarde o temprano a toda magia se le ven los hilos?
¿Delicioso, azzura? A mí la anécdota me dejó helado... y mudo por dos días, como vieron. Gracias Gismar por recordarme que no debo jugar el juego, no sea cosa que me olvide y pise el palito (o el vidrio, o alguna mina enterrada).
Es delicioso cuando te deleita un baldazo de agua fría como en mi caso.
Cinzcéu: no le quites valor a poder ver los hilos, esa puede ser la verdadera magia.
Azzura: gracias, un beso.
1+: no ese juego.
Ofloda: esa trinchera acecha en todos lados, el arte no está a salvo, después de todo sólo es expresión humana.
Forrest: dime qué te deleita y te diré quién eres.
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