Nunca más
Rosario Central era una estación céntrica de una ciudad céntrica de un país que, mal o bien, el ferrocarril organizaba de la periferia al centro con fines exclusivos de exportación agropecuaria. Un kilómetro al sur siguiendo la barranca del imponente Paraná se alza el feo Monumento a la Bandera. Demasiado alto, demasiado largo, con vanas pretensiones de elevación que los rascacielos hoy desnudan, emergente de un monumentalismo con ecos de lo más ominoso del decó, continúa en pie como centro neurálgico de lo que amerita ser visto.
Un lugar productivo y un lugar improductivo, una terminal ferroviaria y un mamotreto simbólico con idéntico destino: punto de interés de una necia "industria del turismo" que a los rosarinos, como buenos argentinos, les cuesta administrar.
La estación Rosario Central tiene un trocito habilitado como testigo mudo de otra época. Como la cuestión ferroviaria ya amerita ser enseñada al igual que la cultura grecolatina o la extinción del dinosaurio, el trocito tiende a la pedagogía y se extiende -más allá de unas modernas y cerradas puertas vidriadas- a una suerte de feria infantil participativa, interactiva y demás.
Un cartel resume: "El Ferrocarril. Espacio de recreación ferroviaria (vagones, señales, vías, casa del guardabarreras). Juegos y aprendizajes por el mundo del riel. Historia del ferrocarril en Rosario. La poética de los trenes para incentivar los viajes de la imaginación". Enfrente, un par de viejos vagones; en uno de ellos un calderista de cartón piedra, gris y plano, quizás demasiado corpulento y ya en edad de jubilación. Junto a los vagones, otro insólito cartel: "Este espacio de convivencia fue creado gracias a la colaboración de Cargill". ¿Convivencia entre la chata silueta de papel y quiénes más? ¿O será connivencia entre la agroindustria transnacional y los gobiernos que dejaron tieso al calderista?
Capítulo aparte, la denominada casa del guardabarreras, inverosímil no sólo porque no pudo haber allí barrera alguna. Tras una reja carcelaria -que al igual que la que aísla al calderista ha de cumplir la función de prevenir el saqueo- se extiende un sombrío cuarto de unos tres por cuatro metros con un ventanuco mal orientado.
Un nuevo cartel explica: "La casa del guardabarreras. Instalación escenográfica que nos transporta a la vida de un guardabarreras de estación: sus ídolos, su lucha y su vida cotidiana. Visítela!". La estoy visitando tras la reja, todo lo que puedo visitarla, cual a un abuelo injustamente encarcelado. Y da vergüenza ajena.
La "instalación escenográfica" consiste en un cambalache de objetos diversos de épocas distintas que hacen gala de una extrema pobreza y una incipiente destrucción cuando no un inminente colapso: por ejemplo, la pata de la cama atada con un trozo de soga. Sobre una mesita, un par de platos metálicos enlozados, cubiertos, una manzana de mentira, una pequeña llave francesa. Sobre las paredes, fotos de Juan Manuel Fangio, Oscar y Juan Gálvez, Carlos Gardel; publicidades gráficas de sábanas Grafa, medias Himalaya y tallarines Barrita de Oro; imágenes de masas obreras movilizadas y de ferroviarios trabajando, propagandas de Ferrocariles del Estado y el facsímil de una primera plana que anuncia su compra. El curioso ornamento de la "vida cotidiana" del guardabarreras remata con un afiche netamente pop que transcribe un fragmento de Raúl González Tuñón -que no viene para nada al caso- y un sifón con carcasa de aluminio y cabeza de plástico que descansa sobre el piso. El conjunto, eso sí, exhibe una auténtica roña del siglo pasado.
La Historia es el popurrí de cachivaches yuxtapuestos que provienen de un espacio impreciso, casi fuera del tiempo.
Más allá, tras las puertas de vidrio, se abre "La isla de los inventos" que promete estar cerrada excepto sábados, domingos y feriados. Como es el mundo del revés y es viernes laborable, abre puntual a las tres de la tarde. Ingresando desde la casa del guardabarreras y el vagón del calderista chato -que es desde donde cierta burocracia no permite acceder- podrían leerse una serie de banners que cuelgan del techo. En el primero, otro fragmento de González Tuñón, esta vez de "Poema para un niño que habla con las cosas". Yo hubiera preferido aquel otro de su autoría: "Yo he conocido un puerto./ Decir: Yo he conocido,/ es decir: Algo ha muerto" pero admito que no es el mejor lugar para colgarlo. El segundo texto habla -creo- implícitamente de internet y parece redactado por y para maestras formadas en los '70. Culmina: "vivimos en la red otra revolución del Hombre en sociedad". Quién sabe. En todo caso, la mixtura de temas y cosas continúa detrás del cristal.
"La isla de los inventos" tiene unas secciones que consisten en talleres de compromiso didáctico y material. Algunos de ellos: encuadernación, estampado, fabricación de juguetes. Parecen tener en común la referencia a labores manuales ya perimidas. Una pared ostenta el lema unificador de todos ellos: "Homenaje al mundo del trabajo". Bajo la pátina de una aparente sentencia clasista, una síntesis programática revisionista y reaccionaria. "El mundo del trabajo" es aquello que falleció de muerte natural en algún momento incierto -pero lejano- del siglo que pasó; no el que habitan a diario los padres de las trescientas criaturas que irrumpen exaltadas en plena vacación invernal, no el de las dos decenas de maestras que intentan encauzar la hecatombe, no el de los operarios municipales que restaurarán orden e higiene tras cada invasión de infantes.
"El mundo del trabajo", como Gardel y como Fangio, como la estufa a querosén, como "la poética de los trenes", es algo a homenajear post mortem, a vender como historia y como Historia y a recrear como juguete mientras se dice a los párvulos que siempre que llovió paró y que nunca más lloverá.
Un lugar productivo y un lugar improductivo, una terminal ferroviaria y un mamotreto simbólico con idéntico destino: punto de interés de una necia "industria del turismo" que a los rosarinos, como buenos argentinos, les cuesta administrar.
La estación Rosario Central tiene un trocito habilitado como testigo mudo de otra época. Como la cuestión ferroviaria ya amerita ser enseñada al igual que la cultura grecolatina o la extinción del dinosaurio, el trocito tiende a la pedagogía y se extiende -más allá de unas modernas y cerradas puertas vidriadas- a una suerte de feria infantil participativa, interactiva y demás.
Un cartel resume: "El Ferrocarril. Espacio de recreación ferroviaria (vagones, señales, vías, casa del guardabarreras). Juegos y aprendizajes por el mundo del riel. Historia del ferrocarril en Rosario. La poética de los trenes para incentivar los viajes de la imaginación". Enfrente, un par de viejos vagones; en uno de ellos un calderista de cartón piedra, gris y plano, quizás demasiado corpulento y ya en edad de jubilación. Junto a los vagones, otro insólito cartel: "Este espacio de convivencia fue creado gracias a la colaboración de Cargill". ¿Convivencia entre la chata silueta de papel y quiénes más? ¿O será connivencia entre la agroindustria transnacional y los gobiernos que dejaron tieso al calderista?
Capítulo aparte, la denominada casa del guardabarreras, inverosímil no sólo porque no pudo haber allí barrera alguna. Tras una reja carcelaria -que al igual que la que aísla al calderista ha de cumplir la función de prevenir el saqueo- se extiende un sombrío cuarto de unos tres por cuatro metros con un ventanuco mal orientado.
Un nuevo cartel explica: "La casa del guardabarreras. Instalación escenográfica que nos transporta a la vida de un guardabarreras de estación: sus ídolos, su lucha y su vida cotidiana. Visítela!". La estoy visitando tras la reja, todo lo que puedo visitarla, cual a un abuelo injustamente encarcelado. Y da vergüenza ajena.
La "instalación escenográfica" consiste en un cambalache de objetos diversos de épocas distintas que hacen gala de una extrema pobreza y una incipiente destrucción cuando no un inminente colapso: por ejemplo, la pata de la cama atada con un trozo de soga. Sobre una mesita, un par de platos metálicos enlozados, cubiertos, una manzana de mentira, una pequeña llave francesa. Sobre las paredes, fotos de Juan Manuel Fangio, Oscar y Juan Gálvez, Carlos Gardel; publicidades gráficas de sábanas Grafa, medias Himalaya y tallarines Barrita de Oro; imágenes de masas obreras movilizadas y de ferroviarios trabajando, propagandas de Ferrocariles del Estado y el facsímil de una primera plana que anuncia su compra. El curioso ornamento de la "vida cotidiana" del guardabarreras remata con un afiche netamente pop que transcribe un fragmento de Raúl González Tuñón -que no viene para nada al caso- y un sifón con carcasa de aluminio y cabeza de plástico que descansa sobre el piso. El conjunto, eso sí, exhibe una auténtica roña del siglo pasado.
La Historia es el popurrí de cachivaches yuxtapuestos que provienen de un espacio impreciso, casi fuera del tiempo.
Más allá, tras las puertas de vidrio, se abre "La isla de los inventos" que promete estar cerrada excepto sábados, domingos y feriados. Como es el mundo del revés y es viernes laborable, abre puntual a las tres de la tarde. Ingresando desde la casa del guardabarreras y el vagón del calderista chato -que es desde donde cierta burocracia no permite acceder- podrían leerse una serie de banners que cuelgan del techo. En el primero, otro fragmento de González Tuñón, esta vez de "Poema para un niño que habla con las cosas". Yo hubiera preferido aquel otro de su autoría: "Yo he conocido un puerto./ Decir: Yo he conocido,/ es decir: Algo ha muerto" pero admito que no es el mejor lugar para colgarlo. El segundo texto habla -creo- implícitamente de internet y parece redactado por y para maestras formadas en los '70. Culmina: "vivimos en la red otra revolución del Hombre en sociedad". Quién sabe. En todo caso, la mixtura de temas y cosas continúa detrás del cristal.
"La isla de los inventos" tiene unas secciones que consisten en talleres de compromiso didáctico y material. Algunos de ellos: encuadernación, estampado, fabricación de juguetes. Parecen tener en común la referencia a labores manuales ya perimidas. Una pared ostenta el lema unificador de todos ellos: "Homenaje al mundo del trabajo". Bajo la pátina de una aparente sentencia clasista, una síntesis programática revisionista y reaccionaria. "El mundo del trabajo" es aquello que falleció de muerte natural en algún momento incierto -pero lejano- del siglo que pasó; no el que habitan a diario los padres de las trescientas criaturas que irrumpen exaltadas en plena vacación invernal, no el de las dos decenas de maestras que intentan encauzar la hecatombe, no el de los operarios municipales que restaurarán orden e higiene tras cada invasión de infantes.
"El mundo del trabajo", como Gardel y como Fangio, como la estufa a querosén, como "la poética de los trenes", es algo a homenajear post mortem, a vender como historia y como Historia y a recrear como juguete mientras se dice a los párvulos que siempre que llovió paró y que nunca más lloverá.