sábado, enero 23, 2010

Anochecer de un día (apenas) agitado

En mi casa la temperatura supera uno o dos grados la denonimada sensación térmica. Eso ocurre sólo durante el verano porque en invierno suele estar un par de grados por debajo. Visto que a más de 35° ya no iba a dormir ni media hora más, llené la bañera, sintonicé la Radio de la Ciudad o la 92.7 o la FM Tango -nunca sabré cuál es el estricto nombre de esa emisora pública que en enero sólo emite tangos y síntesis de noticias porque está de vacaciones- y me sumergí en ella -en la bañera- a fin de paliar los ingentes calores.

Allí, es decir, dentro de la bañera, mis neuronas se enfriaron lo suficiente como para hacer sinapsis. Con una voz para nada alucinatoria y asumidamente yoica me dije: "Hoy es justo el día, andá y sacá el pasaje". "Ok, salgo de la bañera, me seco, me visto y se acabó", me respondí en un rapto de errada decisión.

Veinte minutos después me hallaba esperando infructuosamente el colectivo 61 para dirigirme a la terminal ferroviaria de Plaza Constitución, sita a escasas quince cuadras de mi domicilio. No viene. Hay otro que me lleva, el 143... ¡Uy!, ahí viene, pero ¿dónde carajo parará? Apelo a mi memoria emotiva y me parece que ahí. Corro, llego antes que el ómnibus y me paro junto a un tipo que en ese momento le hace señas. Yo también le hago señas y el colectivo para donde no hay indicación escrita de que pare: una a favor, digamos.

El 143 recorre escasas quince cuadras a velocidad mínima y para en todos los semáforos y en todas las paradas. Incluso para en una donde no baja ni sube nadie: el tipo para el bondi y abre sus puertas por las dudas; luego reinicia su marcha cansina, para nada veloz. Al fin, tras muy largos minutos, alcanza Plaza Constitución en el preciso momento en que comienzan a caer gruesas gotas de lluvia y deja a sus pasajeros -cuestión de paradas- como a doscientos metros de la estación ferroviaria, que recorro bajo la lluvia.

Ya en la estación me informo en la ventanilla de informes, hago una breve cola en un sitio equivocado y, finalmente, me dirijo al lugar que corresponde a mi demanda. Lo que quiero, es justo explicitarlo, es comprarle a Ferrobaires un pasaje a Mar del Plata para marzo. Me deprimo bastante. El salón es inmenso en sus tres dimensiones, inhumanamente inmenso. Todas sus puertas y ventanas al exterior se hallan clausuradas y su iluminación se reduce a una serie muy insuficiente y, además, muy mutilada de lámparas de bajo consumo. Saco un número: el 971; están atendiendo al 946. Hay un par de sillones que se hallan ocupados por gente dormida, todo a su largo, quizás desde hace semanas; el resto son unas deprimentes sillas plásticas de jardín distribuídas sin ton ni son. De inmediato, una de las cuatro ventanillas activas llama al número 947: me ilusiono -falsamente- con la velocidad del trámite tras la lentitud del colectivo para hacer quince putas cuadras.

Hay otra ventanilla activa que da cuenta de una moda pedorra y de un absurdo completo: se trata de un puesto de atención exclusivo para discapacitados. Como es exclusivo, su operador ha de pasar horas haciendo huevo porque no hay tal proporción de discapacitados que demanden pasajes ferroviarios hacia el interior de la provincia. No obstante un tipo, del que no alcanzo a identificar discapacidad alguna, se acerca y algo negocia allí. Estoy a punto de hacerme pasar por retrasado mental pero no me parece ético y nunca he sido buen actor. Además, carezco de certificación oficial de mi retraso.

Han pasado unos 15 minutos y todo sigue fijado al número 947. Estoy fatalmente deprimido y estoy cagado de calor, como el resto de los que habitamos ese salón. No sé sabe qué dialogan, gesticulan ni resuelven clientes y operadores que hace un cuarto de hora se hallan cara a cara en cada una de las ventanillas. Recuerdo varios textos de Kafka y me digo que no es justo, que soy un exagerado, un neurótico y un impaciente. Pasan otros 2 minutos y, simplemente, me voy al reverendo carajo. Me tomo el subte y combino bajo tierra para llegar, un poco tarde, a mi laburo. Otro infierno, el subte, no sólo de temperatura sino de espera, lentitud y masas que van de aquí para allá, se atropellan y se llevan por delante.

En ese -lento al pedo- viaje en subte pienso en Puerto Príncipe y en Buenos Aires, pienso en que mi calor y mi fracaso puntual del día son absolutamente nada ante la debacle haitiana, la muerte masiva, la pérdida total, el riesgo de vida.

Entro a mi oficina donde aún funciona el aire acondicionado -lo cortarán en un rato- y su frescura me hace olvidar el pequeño infierno del que vengo, la ineficacia de mi infernal periplo porteño y, por supuesto, también Haití.

Justo cuando entro, un flor de gilastro absoluto que se asume jefe de algo está contando, como novedad absoluta... ¡que llovió!

Sí, ya sé, me acaba de llover -hace menos de una hora- y, mucho más y peor, nos llueve allá, nos llueve acá y nos llueve en todos lados.

miércoles, enero 13, 2010

Apocalypse now

Hace un par de semanas cometí el error de ir a ver "2012". Convengamos que aquello de "estábamos advertidos" es muy noble por parte de su creador, ver una nueva película apocalíptica de Roland Emmerich, padre de engendros como Día de la independencia y El día después de mañana, es estar advertido respecto de lo que veremos.
Efectos especiales a full, de esos que tanto ama (tanto que los repite en una misma película), un guión paupérrimo, plagado de lugares comunes y todos los estereotipos del cine catástrofe de Emmerich: la mala relación de padre e hijos que se afianza al enfrentar el peligro y descubrir que papá es un héroe; Estados Unidos siempre primero y generoso, advirtiéndole al mundo (a algunos) que se está por acabar (una joya la escena en la que el loco de Yellowstone se inmola al grito de "recuerden que Charly les avisó primero"); la increíble valentía y honor del presidente (de EEUU, claro); los perros, que en manos de los desplazados que buscan su destino son símbolo de que el amor es más fuerte, y en manos de la Reina de Inglaterra, de la bajeza de los poderosos; velocidad, escapes y destrucción a niveles superlativos, detenidos de repente para que alguien haga un discurso en el cual, nuevamente desde EEUU, se muestre a la humanidad lo que es ser humano, discursos tan obvios como el de cualquier político.
En síntesis, una basura. Emmerich ya destruyó a la humanidad de cuantas formas se le cruzaron, supongo que si aún no hizo catarsis seguirá haciendo explotar cosas en su Día de la Independencia 2, la cual amenazó con estrenar en breve. Y así nos seguimos acostumbrando a que todo es una película.
Pero hay un detalle, tanto Emmerich como otros seguidores de la teoría apocalíptica de 2012 (mayadictos, nostradamuólogos, revelacionistas, etc.) ponen la culpa lejos de los humanos. Nosotros sólo somos las víctimas de alguna erupción solar, alineación planetaria, agujero negro nebular o asteroide errado de camino. Dicen que Dios, que obviamente sabe de todo, es el que nos avisa, según algunos religiosos para que nos demos cuenta y cambiemos ese destino (pequeña paradoja). Un poco difícil se les hace explicar cómo podríamos cambiar algo si todo viene de afuera.

Ayer, sin estridencias ni efectos especiales, tembló Haití. Hablan de más de cien mil muertos, de Puerto Príncipe destruída, de más de tres millones de personas afectadas. No hablan mucho acá, porque acá habla Redrado, Cristina, Boudou, Patronelli, Abbondanzieri, o sea, acá pasan cosas, y Haití quedá allá. La noticia pasa por el gendarme argentino que murió debajo de los escombros de lo que era la sede de la ONU, o por sus miembros, el arzobispo y los cascos azules.

Miami queda ahí nomás de Haití, y convengamos que si la tierra hubiese temblado allí, aunque no hubiera más que un puñado de víctimas, sería noticia en todos los medios. Pero Haití es apenas un tercio de la isla La Española, un lugar conocido por ser el más pobre de América y uno de los más pobres del mundo, recordado quizás por ser centro de devastación de huracanes en los últimos años, nunca reconocido por ser el primero en el cual los esclavizados se rebelaron y acabaron con la esclavitud.

Un lugar en el cual el 80% de la población vive en la más absoluta pobreza, esa que no conocemos, que recién se estaba empezando a recuperar del último huracán de 2009 y se encontró en pocos segundos con su pequeño universo destruido. Admitamos que si hay algún dios tiene un extraño sentido del humor.

No hay que ser demasiado detallista para ver que algo no está del todo bien en este planeta, sin teorías apocalípticas ni ecologismo extremo, sólo con leer algunos diarios y tener un poco de memoria de los últimos años. Con un simple recuento queda en evidencia que en la última década murió mucha más gente por catástrofes naturales que en la Primera Guerra Mundial. No le quiero dar ideas a Emmerich, pero parece que habría que mirar un poco para adentro antes de echarle la culpa al sol, a la única especie que destruye su propio hábitat.

Casualmente hace poco estuve leyendo algunas conclusiones publicadas en el Congreso de Geología realizado en Londres en septiembre de 2009, en el cual se establece la relación entre el cambio climático y la actividad geológica, y relevando algunos datos parece evidente el crecimiento exponencial de la actividad sísmica.

No quiero parecerme a Al Gore y mucho menos olvidar que la pobreza de Haití, y de tantos lugares que, casualmente, han sido los más afectados por la naturaleza, como algunos países de la costa asiática, es una cuestión política, como lo es la poca relevancia que el tema tiene para los medios. Pero una cosa no quita la otra, más bien suma. Países más pobres no sólo tienen una infraestructura mucho más expuesta a la destrucción sino que no cuentan con los recursos para sobrellevar la crisis y recuperarse de ella. Es humanamente vergonzante que los dos hospitales de Puerto Príncipe, como casi toda la ciudad, hayan colapsado y aún, a 24 horas, estén esperando que de otros países llegue ayuda sanitaria y maquinaria que les permita encontrar sobrevivientes y remover escombros. Pero también lo es que, antes del sismo, un tercio de la población dependiese de la ayuda económica que le envían sus familiares desde esos otros países.

Algo no está del todo bien en este planeta, en gran parte es metástasis de un sistema ya histórico, pero le agregamos un virus letal: la reacción del otro sistema, el natural, que funciona como palillos chinos y al que le quitamos su base.

No sé si el mundo se acabará en 2012, pero parece que Emmerich tiene razón, sólo los más poderosos están en condiciones de ponerse a salvo del diluvio.