Anochecer de un día (apenas) agitado
En mi casa la temperatura supera uno o dos grados la denonimada sensación térmica. Eso ocurre sólo durante el verano porque en invierno suele estar un par de grados por debajo. Visto que a más de 35° ya no iba a dormir ni media hora más, llené la bañera, sintonicé la Radio de la Ciudad o la 92.7 o la FM Tango -nunca sabré cuál es el estricto nombre de esa emisora pública que en enero sólo emite tangos y síntesis de noticias porque está de vacaciones- y me sumergí en ella -en la bañera- a fin de paliar los ingentes calores.
Allí, es decir, dentro de la bañera, mis neuronas se enfriaron lo suficiente como para hacer sinapsis. Con una voz para nada alucinatoria y asumidamente yoica me dije: "Hoy es justo el día, andá y sacá el pasaje". "Ok, salgo de la bañera, me seco, me visto y se acabó", me respondí en un rapto de errada decisión.
Veinte minutos después me hallaba esperando infructuosamente el colectivo 61 para dirigirme a la terminal ferroviaria de Plaza Constitución, sita a escasas quince cuadras de mi domicilio. No viene. Hay otro que me lleva, el 143... ¡Uy!, ahí viene, pero ¿dónde carajo parará? Apelo a mi memoria emotiva y me parece que ahí. Corro, llego antes que el ómnibus y me paro junto a un tipo que en ese momento le hace señas. Yo también le hago señas y el colectivo para donde no hay indicación escrita de que pare: una a favor, digamos.
El 143 recorre escasas quince cuadras a velocidad mínima y para en todos los semáforos y en todas las paradas. Incluso para en una donde no baja ni sube nadie: el tipo para el bondi y abre sus puertas por las dudas; luego reinicia su marcha cansina, para nada veloz. Al fin, tras muy largos minutos, alcanza Plaza Constitución en el preciso momento en que comienzan a caer gruesas gotas de lluvia y deja a sus pasajeros -cuestión de paradas- como a doscientos metros de la estación ferroviaria, que recorro bajo la lluvia.
Ya en la estación me informo en la ventanilla de informes, hago una breve cola en un sitio equivocado y, finalmente, me dirijo al lugar que corresponde a mi demanda. Lo que quiero, es justo explicitarlo, es comprarle a Ferrobaires un pasaje a Mar del Plata para marzo. Me deprimo bastante. El salón es inmenso en sus tres dimensiones, inhumanamente inmenso. Todas sus puertas y ventanas al exterior se hallan clausuradas y su iluminación se reduce a una serie muy insuficiente y, además, muy mutilada de lámparas de bajo consumo. Saco un número: el 971; están atendiendo al 946. Hay un par de sillones que se hallan ocupados por gente dormida, todo a su largo, quizás desde hace semanas; el resto son unas deprimentes sillas plásticas de jardín distribuídas sin ton ni son. De inmediato, una de las cuatro ventanillas activas llama al número 947: me ilusiono -falsamente- con la velocidad del trámite tras la lentitud del colectivo para hacer quince putas cuadras.
Hay otra ventanilla activa que da cuenta de una moda pedorra y de un absurdo completo: se trata de un puesto de atención exclusivo para discapacitados. Como es exclusivo, su operador ha de pasar horas haciendo huevo porque no hay tal proporción de discapacitados que demanden pasajes ferroviarios hacia el interior de la provincia. No obstante un tipo, del que no alcanzo a identificar discapacidad alguna, se acerca y algo negocia allí. Estoy a punto de hacerme pasar por retrasado mental pero no me parece ético y nunca he sido buen actor. Además, carezco de certificación oficial de mi retraso.
Han pasado unos 15 minutos y todo sigue fijado al número 947. Estoy fatalmente deprimido y estoy cagado de calor, como el resto de los que habitamos ese salón. No sé sabe qué dialogan, gesticulan ni resuelven clientes y operadores que hace un cuarto de hora se hallan cara a cara en cada una de las ventanillas. Recuerdo varios textos de Kafka y me digo que no es justo, que soy un exagerado, un neurótico y un impaciente. Pasan otros 2 minutos y, simplemente, me voy al reverendo carajo. Me tomo el subte y combino bajo tierra para llegar, un poco tarde, a mi laburo. Otro infierno, el subte, no sólo de temperatura sino de espera, lentitud y masas que van de aquí para allá, se atropellan y se llevan por delante.
En ese -lento al pedo- viaje en subte pienso en Puerto Príncipe y en Buenos Aires, pienso en que mi calor y mi fracaso puntual del día son absolutamente nada ante la debacle haitiana, la muerte masiva, la pérdida total, el riesgo de vida.
Entro a mi oficina donde aún funciona el aire acondicionado -lo cortarán en un rato- y su frescura me hace olvidar el pequeño infierno del que vengo, la ineficacia de mi infernal periplo porteño y, por supuesto, también Haití.
Justo cuando entro, un flor de gilastro absoluto que se asume jefe de algo está contando, como novedad absoluta... ¡que llovió!
Sí, ya sé, me acaba de llover -hace menos de una hora- y, mucho más y peor, nos llueve allá, nos llueve acá y nos llueve en todos lados.