Peligro de gol
La cosa es así. El jugador recibe un pase corto sobre el lateral, parado en la posición de wing derecho, en su propio campo, cuando su equipo acaba de recuperar el dominio del juego. Recibe la pelota y dos adversarios le van encima. Acá juega el talento, la inteligencia y la técnica para sacar a ambos del medio con un par de fintas y en apenas cuatro baldosas. El jugador cruza la mitad de cancha, levanta la cabeza y el panorama no es claro. Tiene campo libre pero ninguna alternativa de juego, acelera y se sabe que la aceleración nunca es la mejor amiga de la claridad. Engancha frente a otro y vuelve a acelerar. Nuevo enganche ante otro (no puede pensar, el tiempo urge) y ya está dentro del área penal adversaria. Frente al arquero la tira larga hacia su derecha y en un último esfuerzo la empuja hacia el arco y supera con un toque el cruce inútil del zaguero que cierra por detrás. Gol. ¡¡¡Gol!!! Seis adversarios en el camino, más de medio equipo contrario contando al último defensor desesperado.
Diego Maradona lo hizo, minutos después de un puñetazo ilegítimo que ha pasado a la historia como "la mano de dios". Y Lionel (¿se dirá Leonel, Láionel o cómo?) Messi lo hizo. Lo hizo cual un calco exacto de aquel partido mítico del 86, cuando él no había nacido a la fama ni a la vida, sin planearlo y sin manotazo previo.
A mí no me emocionan esos goles hechos por evidentes dotados, exigidos por el vértigo y la dinámica del juego, en su indiscutible capacidad individual.
En el último Mundial el mejor gol, a mi juicio, fue el segundo de Italia contra Alemania en semifinales. Tras el cero a uno (otro golazo de Andrea Pirlo + Fabio Grosso) sobre el filo del tiempo de juego, Alemania se desbandó en ataque.
Fabio Cannavaro, el mejor jugador del torneo, rechaza una pelota en el borde de su área pero como le queda corta, pica a disputarla y la gana. La cede a Francesco Totti, el intrascendente armador, que la pone deliciosamente para el ataque del suplente Alberto Gilardino quien arrastra pelota y marcas hacia la derecha. Entonces, habilita libre y franco a Alessandro Del Piero, a su izquierda, que define de un modo exquisito, lejos del arquero teutón. ¡Ciao, ragazzi!
Cannavaro, Totti, Gilardino, Del Piero: un equipo, cuatro tipos en función colectiva; al menos cuatro veces más que el heroísmo, la magia o la mano de un dios sobre algún reciente Moisés que baja de la montaña.
El mejor gol de la historia de los Mundiales fue el cuarto de Brasil a Italia en la final de 1970. No sé cuántos toques de aquí para allá hasta que Pelé junta a un par largo de italianos cerca de la medialuna y le dice a Carlos Alberto: "estoy aburrido, tomá y metela, no da para más".
Superioridad de equipo, parada futbolística, dominio de la pelota y del trámite. Y capacidad para definir allá, en el gol, lo que ya se supo acá, en el juego. Los que alguna vez jugamos fóbal sabemos qué es la superioridad en una partida. Nada que ver con dioses, magos ni milagros.
Nada que ver con supuestos talentos individuales que tras indescifrables contratos millonarios sufren como pocos, como nadie, una parte de esta inclemente lluvia.
Diego Maradona lo hizo, minutos después de un puñetazo ilegítimo que ha pasado a la historia como "la mano de dios". Y Lionel (¿se dirá Leonel, Láionel o cómo?) Messi lo hizo. Lo hizo cual un calco exacto de aquel partido mítico del 86, cuando él no había nacido a la fama ni a la vida, sin planearlo y sin manotazo previo.
A mí no me emocionan esos goles hechos por evidentes dotados, exigidos por el vértigo y la dinámica del juego, en su indiscutible capacidad individual.
En el último Mundial el mejor gol, a mi juicio, fue el segundo de Italia contra Alemania en semifinales. Tras el cero a uno (otro golazo de Andrea Pirlo + Fabio Grosso) sobre el filo del tiempo de juego, Alemania se desbandó en ataque.
Fabio Cannavaro, el mejor jugador del torneo, rechaza una pelota en el borde de su área pero como le queda corta, pica a disputarla y la gana. La cede a Francesco Totti, el intrascendente armador, que la pone deliciosamente para el ataque del suplente Alberto Gilardino quien arrastra pelota y marcas hacia la derecha. Entonces, habilita libre y franco a Alessandro Del Piero, a su izquierda, que define de un modo exquisito, lejos del arquero teutón. ¡Ciao, ragazzi!
Cannavaro, Totti, Gilardino, Del Piero: un equipo, cuatro tipos en función colectiva; al menos cuatro veces más que el heroísmo, la magia o la mano de un dios sobre algún reciente Moisés que baja de la montaña.
El mejor gol de la historia de los Mundiales fue el cuarto de Brasil a Italia en la final de 1970. No sé cuántos toques de aquí para allá hasta que Pelé junta a un par largo de italianos cerca de la medialuna y le dice a Carlos Alberto: "estoy aburrido, tomá y metela, no da para más".
Superioridad de equipo, parada futbolística, dominio de la pelota y del trámite. Y capacidad para definir allá, en el gol, lo que ya se supo acá, en el juego. Los que alguna vez jugamos fóbal sabemos qué es la superioridad en una partida. Nada que ver con dioses, magos ni milagros.
Nada que ver con supuestos talentos individuales que tras indescifrables contratos millonarios sufren como pocos, como nadie, una parte de esta inclemente lluvia.