sábado, noviembre 19, 2005

Tira, tira, tira, hermano perro

Desde mi ventana, al otro lado de la calle, se ve una típica casa platense de los 50, con jardín al frente, la antigua cerca de ligustrina convertida (desde que la inseguridad surgió como un ente que acecha en cada esquina) en rejas de dos metros.
Dentro de esos 12 metros cuadrados, dos enormes perros blancos con manchones color hoja de arce en otoño, ladran, y ladran, golpeándose contra las rejas, contra ellos mismos, cada vez que alguien pasa por la vereda, cada vez que escuchan una bocina, sirena, grito, sonido.
Hace 3 años los vi por primera vez, dos hermosos cachorritos blancos, peluches asustados y nerviosos separados de su madre demasiado pronto. Menos de un mes después volví a verlos, encadenados a esas rejas, con cadenas de menos de un metro de libertad.
La imagen de esos cachorros mirándonos con ojos entre tristes e incrédulos con sus cadenas brillantes unidas a collares de cuero demasiado grandes parecía producida para Greenpeace. Pero era la forma de "educarlos" que sus dueños, una pareja de no más de 40 años, concebía.
Poco tiempo después comenzaron a ladrar. Nadie le puso algún límite a sus voces, fue en lo único que fueron libres, y usaron y abusaron de esa libertad.
Crecieron sus cuerpos pero no sus cadenas, cada mañana los llevaban hasta las rejas y allí los dejaban hasta la noche, invierno y verano, sol y lluvia. No pocos hicimos llegar nuestras protestas a sus dueños, pero jamás les importó más allá de sentirse ofendidos.
"Los voy a denunciar" me dijo una tarde una vecina indignada.
Nací con una marcada tendencia "salvemos a Willy" por parte de madre, por lo tanto cuando en mi adolescencia alguien dijo que necesitaban voluntarios para un refugio municipal de perros me ofrecí naturalmente.
El "refugio" era un predio perdido detrás de Petroquímica, en Ensenada, de acceso imposible, unos 200 metros de tierra y pastizal bordeado por enormes eucaliptus que ocultaban de la vista el interior. Allí más de cien perros, una veintena de gatos y una pareja de humanos de unos 70 años intentaban sobrevivir.
Los perros pasaban sus vidas en caniles de ladrillo con techo de chapa. En cada uno de no más de 1 x 2 metros se amontonaban dos o tres animales. Los gatos corrían mejor suerte, caminaban libres entre los caniles, y podíamos descubrir al perro recién llegado porque era el único que les ladraba, los demás los observaban sin interés, el mismo interés con el que lo miraban todo.
La ayuda que necesitaban consistía en limpiar un poco el pasto de los caniles. Cuando llegué casi no podían verse los perros entre esos pastos, con cardos que llegaban hasta los techos. Algo llamado Sociedad Protectora de Animales enviaba una vez al mes un veterinario que los observaba unos minutos, y decidía cuando alguno debía ser sacrificado "por su bien".
"A ése no", me gritó una mañana el humano viejo cuando me acercaba a un canil separado de los demás, en el cual había un ovejero alemán que quizás fuera hermoso debajo de su suciedad y delgadez, "es loco". Me detuve en la puerta y avanzó gruñendo, haciéndome retroceder a pesar de la reja que nos separaba. "Lo criaron para guardia, pero el dueño se murió, dentro de poco le toca a él" explicó. Intenté una protesta, pero el viejo encogiéndose de hombros respondió "eso lo decide la sociedá".
A la semana siguiente el canil estaba vacío, seguramente esperando otro criado para guardia.
"Los voy a denunciar" me dijo una tarde una vecina indignada. Y recordé el refugio. "No, es peor" le respondí "tenemos que pensar otra forma".
La pareja a la cual pertenecían los perros tiene la costumbre de discutir en decibeles muy por encima de los que una pared detiene. Él sale invariablemente dando un portazo, se sube a su auto y se va, mientras ella lo persigue a los gritos por la calle, hasta que se resigna a que ya no puede escucharla, con un criterio de alcance del sonido muy particular, ya que suele seguir gritándole varios minutos después que el auto dobló la esquina. Sus perros, por supuesto, la acompañaban con un coro de ladridos intermitentes.
Esa "otra forma" seguía escapando aunque cada tanto alguien repetía la posibilidad de la denuncia, y el flaco de la esquina, más ejecutivo, informaba que "en cualquier momento se los afano" .
Casi había anochecido cuando el dueño de los perros regresó a su casa luego de una típica pelea. Escuché estacionar el auto y esperé los ladridos, pero no llegaron. Me asomé al mismo tiempo que lo escuchaba gritar, los perros casi en silencio se habían lanzado sobre su dueño violentamente. Logró retroceder lo suficiente como para quedar fuera del alcance de las cadenas. Su mujer salió de la casa gritando desesperada, esta vez con pánico. "No quiero más a estas bestias" gritaba él, "¿qué les hiciste?", gritaba ella. "Yo me los llevo" les dije mientras soltaba las cadenas de la reja y me iba con ellos, que me seguían sin resistencia, pensando cómo haría para hacerlos convivir con mi perra y mi gata. "Dámelos a mí, mi tío tiene campo" escuché a mi espalda. El flaco de la esquina me sacó las cadenas de la mano y con un gesto cómplice desapareció de la vista en pocos minutos.
Nunca supe cuánto tiempo tardó la pareja en darse cuenta de lo que había pasado, sólo supe que dos enormes perros blancos con manchones color hoja de arce en otoño viven en un campo cercano.
Aún ladran, pero ya no les preocupa la lluvia.

3 comentarios:

Cinzcéu

Yo había imaginado otra resolución: los dos energúmenos dentro de un canil de 2 x 1 con cardos hasta el techo y los dos perros remoloneando en el sommier, calladitos y felices...

Anónimo

No sólo a los hijos les vamos trasmitiendo nuestras
frustraciones.

Grismar

Gem@: gracias, es verdad, devuelven con creces, no sólo el amor, devuelven lo que les des.
Cinzcéu: yo pensé varias veces en aquello del sacrificio por su bien (de los energúmenos) pero me acordé que estoy en etapa pacifista.
Forrest: no sólo (también a animales, parejas, amigos, padres, hermanos, verduleros, bloggers, alumnos, maestros, espejos y al taxista)