Que se nos deje en paz
Como dice Grismar hacia el cierre de su último artículo, Antonin Artaud suele dejar sin palabras, excepto las balbuceadas, garabateadas, borroneadas palabras escritas por el propio Artaud.
La verdad es un efecto de sentido de la discursividad, pero la verdad a la que me refiero es el aspecto de ese (d)efecto que propone y convoca la intuición de lo indecible. De eso, quizás, y sólo de eso, hayan tratado los diversos textos de Artaud y esa compulsión vital por el compromiso del cuerpo, por la salud o por la locura, que al fin de cuentas son los dos nombres arbitrarios de la condición humana. Por lo tanto, tras meditar qué decir como comentario a una magnífica entrada que dice todo o casi todo de lo muy poco que puede decirse, decidí escribir otra entrada, derivante, o no, quién sabe. Y opté por una entrada casi autobiográfica, de revisión caprichosa de la propia historia, de situación relativa respecto de un recorrido, o no, quién sabe.
Uno: Fui a buscar un libro flaquito que es el único de autoría atribuída a Artaud que atesora mi brevísima biblioteca. Es una cosa llena de historia. Tapa violeta con retrato del ya deteriorado autor -ya sometido a benéficas e innumerables sesiones de electroshock- sobre un estallado e irregular fondo blanco. Se llama Textos como si eludiera su poder decir nada más que lo obvio respecto de lo que no es capaz de decirse. Está editado por López Crespo Editor en Buenos Aires hacia mayo de 1976, y es una edición técnicamente pobre pero digna; sus hojas se desprenden tal vez porque no tengan otro destino que el desprendimiento. La selección y traducciones corresponden a Antonio López Crespo y Alejandra Pizarnik, lo cual me lleva a pensar, injustamente, que remiten en exclusivo a la Pizarnik quien redactó el último de sus varios prólogos: "Sí, el Verbo se hizo carne. Y también y sobre todo en Artaud, el cuerpo se hizo verbo. ¿En dónde, ahora, su viejo lamento de separado de las palabras?". Etcétera.
Dos: Me robé ese librito en alguna librería de la Avenida Corrientes hace -¿el crimen prescribió?- casi treinta años. La sustracción delictiva de libros en mesas de librería es un motivo clásico del supuesto intelectual anarco-algo, pero resulta que yo no soy ni he sido tal cosa y por más que revise y revise mis contados anaqueles, no hallo otro volumen obtenido de ese modo ilegal. Hay, sí, un par de libros tomados en préstamo y jamás devueltos como hay un par de espacios vacíos fundados en la operación inversa, pero ésa es otra categoría. La cuestión es que aquí tengo un libro expropiado y arrancado de su eventual lugar de impertinente pertenencia, sólo uno, y es, causalmente, el único que poseo del muy lúcido Artaud.
Tres: Unos años después y por amorosas razones de convivencia, compartí mi pobrísima biblioteca con un ser humano en pleno proyecto, una niña semianalfabeta entre sus tres y seis años. Hoy reabro el ejemplar de Textos, relevo sus páginas y constato que la número 15 era la primera absolutamente en blanco. Era, porque aquella niña, con un criterio que me sorprende y maravilla, decidió inscribir algo entre esos textos de Pizarnik y Artaud: una suerte de sol primitivo, unos círculos irregulares, otro más grande y final que parece incluir una firma o una cadena de ADN o vaya a saberse qué. Aquella niña no hizo un solo garabato fuera de esa única página en blanco, escribió donde se invitaba a la escritura, y yo no puedo dejar de pensarlo fuera de tanta desesperada convocatoria primigenia y libertaria del propio Artaud.
Aunque pueda equivocarme de sujeto individual: tres lustros después, volví a dejar esa nimia biblioteca al alcance de mi sobrina, otra niña de la misma edad que juzgó oportuno escribir sobre el propio continente: el mueble, otro espacio convocante con su seductor color blanco. Cualesquiera de las dos haya sido, ¿a quién realmente podría importar?
Cuatro: Y antes, unos cuantos años antes, yo había participado de un taller literario bastante pedorro por no decir algo mucho peor. Por entonces había leído casi nada de Artaud, lo suficiente para intentar cierta producción poética a partir de sus recursos provocativos, reproducidos de un modo demasiado inocente, demasiado elemental, demasiado livianito. Lo suficiente para que me echaran del taller y, con mi expulsión, sancionaran y decretaran el fin de ese indigno proyecto de educación artística. Eran tiempos de dictadura militar y el (ir)responsable del espacio era un cuadro peronista que militaba haciendo muy buena letra, según me explicó largamente durante la instancia de mi explícita separación. Me dijo que estaba abocado a un trabajoso proyecto político y que no podía permitirse que yo lo pusiera en riesgo con semejante pelotudez. Y yo, que era un nabo, lo entendí claramente.
Después supe más acerca de muchas cosas, o creí saber algo más sobre algunas pocas, lo cual es lo mismo. Y siempre Artaud me susurró al oído sus atrocidades, sus crueldades o sus realidades que, bien miradas, son las de todos y cada uno en todos y cada uno de nuestros días.
Y la cita, claro: "Sabemos hasta qué deformación consentida, hasta qué renunciamiento de nosotros mismos, hasta qué parálisis de sutilezas nuestro mal nos obliga cada día. No nos suicidamos todavía. Entre tanto, que se nos deje en paz".
Un manifiesto completo -y completamente legítimo- de plena cara a la inminente lluvia pero antes de la lluvia que va a caer.
La verdad es un efecto de sentido de la discursividad, pero la verdad a la que me refiero es el aspecto de ese (d)efecto que propone y convoca la intuición de lo indecible. De eso, quizás, y sólo de eso, hayan tratado los diversos textos de Artaud y esa compulsión vital por el compromiso del cuerpo, por la salud o por la locura, que al fin de cuentas son los dos nombres arbitrarios de la condición humana. Por lo tanto, tras meditar qué decir como comentario a una magnífica entrada que dice todo o casi todo de lo muy poco que puede decirse, decidí escribir otra entrada, derivante, o no, quién sabe. Y opté por una entrada casi autobiográfica, de revisión caprichosa de la propia historia, de situación relativa respecto de un recorrido, o no, quién sabe.
Uno: Fui a buscar un libro flaquito que es el único de autoría atribuída a Artaud que atesora mi brevísima biblioteca. Es una cosa llena de historia. Tapa violeta con retrato del ya deteriorado autor -ya sometido a benéficas e innumerables sesiones de electroshock- sobre un estallado e irregular fondo blanco. Se llama Textos como si eludiera su poder decir nada más que lo obvio respecto de lo que no es capaz de decirse. Está editado por López Crespo Editor en Buenos Aires hacia mayo de 1976, y es una edición técnicamente pobre pero digna; sus hojas se desprenden tal vez porque no tengan otro destino que el desprendimiento. La selección y traducciones corresponden a Antonio López Crespo y Alejandra Pizarnik, lo cual me lleva a pensar, injustamente, que remiten en exclusivo a la Pizarnik quien redactó el último de sus varios prólogos: "Sí, el Verbo se hizo carne. Y también y sobre todo en Artaud, el cuerpo se hizo verbo. ¿En dónde, ahora, su viejo lamento de separado de las palabras?". Etcétera.
Dos: Me robé ese librito en alguna librería de la Avenida Corrientes hace -¿el crimen prescribió?- casi treinta años. La sustracción delictiva de libros en mesas de librería es un motivo clásico del supuesto intelectual anarco-algo, pero resulta que yo no soy ni he sido tal cosa y por más que revise y revise mis contados anaqueles, no hallo otro volumen obtenido de ese modo ilegal. Hay, sí, un par de libros tomados en préstamo y jamás devueltos como hay un par de espacios vacíos fundados en la operación inversa, pero ésa es otra categoría. La cuestión es que aquí tengo un libro expropiado y arrancado de su eventual lugar de impertinente pertenencia, sólo uno, y es, causalmente, el único que poseo del muy lúcido Artaud.
Tres: Unos años después y por amorosas razones de convivencia, compartí mi pobrísima biblioteca con un ser humano en pleno proyecto, una niña semianalfabeta entre sus tres y seis años. Hoy reabro el ejemplar de Textos, relevo sus páginas y constato que la número 15 era la primera absolutamente en blanco. Era, porque aquella niña, con un criterio que me sorprende y maravilla, decidió inscribir algo entre esos textos de Pizarnik y Artaud: una suerte de sol primitivo, unos círculos irregulares, otro más grande y final que parece incluir una firma o una cadena de ADN o vaya a saberse qué. Aquella niña no hizo un solo garabato fuera de esa única página en blanco, escribió donde se invitaba a la escritura, y yo no puedo dejar de pensarlo fuera de tanta desesperada convocatoria primigenia y libertaria del propio Artaud.
Aunque pueda equivocarme de sujeto individual: tres lustros después, volví a dejar esa nimia biblioteca al alcance de mi sobrina, otra niña de la misma edad que juzgó oportuno escribir sobre el propio continente: el mueble, otro espacio convocante con su seductor color blanco. Cualesquiera de las dos haya sido, ¿a quién realmente podría importar?
Cuatro: Y antes, unos cuantos años antes, yo había participado de un taller literario bastante pedorro por no decir algo mucho peor. Por entonces había leído casi nada de Artaud, lo suficiente para intentar cierta producción poética a partir de sus recursos provocativos, reproducidos de un modo demasiado inocente, demasiado elemental, demasiado livianito. Lo suficiente para que me echaran del taller y, con mi expulsión, sancionaran y decretaran el fin de ese indigno proyecto de educación artística. Eran tiempos de dictadura militar y el (ir)responsable del espacio era un cuadro peronista que militaba haciendo muy buena letra, según me explicó largamente durante la instancia de mi explícita separación. Me dijo que estaba abocado a un trabajoso proyecto político y que no podía permitirse que yo lo pusiera en riesgo con semejante pelotudez. Y yo, que era un nabo, lo entendí claramente.
Después supe más acerca de muchas cosas, o creí saber algo más sobre algunas pocas, lo cual es lo mismo. Y siempre Artaud me susurró al oído sus atrocidades, sus crueldades o sus realidades que, bien miradas, son las de todos y cada uno en todos y cada uno de nuestros días.
Y la cita, claro: "Sabemos hasta qué deformación consentida, hasta qué renunciamiento de nosotros mismos, hasta qué parálisis de sutilezas nuestro mal nos obliga cada día. No nos suicidamos todavía. Entre tanto, que se nos deje en paz".
Un manifiesto completo -y completamente legítimo- de plena cara a la inminente lluvia pero antes de la lluvia que va a caer.
3 comentarios:
Poco cabe agregar al post (excelente, como siempre), salvo una apostilla: se dice que una vieja ordenanza colonial, creo que aún vigente, indica que si el fin del hurto de un libro es el uso personal no debe ser punible; sólo se castiga el robo con fines de lucro. O sea que lo tuyo no sería un crimen.
Un abrazo.
Padre Tiempo: Evito entonces ponerlo en venta porque boludeando vía web ví que es una edición rara y agotada que alguno ofrece a unos 80 mangos. Gracias por el dato.
Un abrazo.
Yo también tengo Textos, pero es para consumo personal.
No tengo mucho que decir sobre el post, más allá de que es excelente, habla por sí mismo, sólo me recordó aquella frase de Artaud con la que tantas veces "cerraste" alguna charla delirante, "sólo el Loco está bien tranquilo". Y, sí, entre tanto, que se nos deje en paz. Un beso.
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