Amores perros
Hace unos días, estimulado por cierta relectura, recordé un viejo sueño. Sueño de soñar onírico, dormido, y no esas pamplinas del querer ser artista, poner un maxikiosco o jugar en la selección nacional.
En mi sueño hay un gato negro en una carbonería. Es grande, muy grande, más grande que cualquier gato, al punto de que ya no es un gato (esto va pasando a lo largo del tiempo atemporal del sueño), no puede ser un gato sino un mono, un orangután renegrido y triste que no deja de ser gato/ mono hasta que nuestras miradas se cruzan y entonces tengo la certeza de que es un humano, preso allí en ese cuerpo negrísimo, cambiante, incierto, indecidible.
Despierto ante tal atrocidad (es mi sentimiento al despertar) que quizás no sea mucho más que un soñado atisbo del indecible real. Psicoanalistas, abstenerse, porque voy a hablar (quizás, quizás no) de otras cosas.
Las terminales de ómnibus de las ciudades de provincia son sitios que, por razones diversas que aún no he analizado, suelen concentrar perros vagabundos altamente socializados. En esos lugares inverosímiles hay siempre el despreciable mendigo que se asume dueño y señor de los sanitarios, el psicótico insomne que habla solo y desvaría u ofrece un dudoso servicio y los perros. Con frecuencia, no menos de una docena de perros.
¿Los habrán abandonado allí mismo o cada uno habrá llegado hasta cada terminal como una suerte de Midnight cowboy canino? ¿Dónde, cuándo, cómo, quién y por qué (where, etc.)? ¿Serán en rigor perros o serán nomás como los gatos/ monos/ humanos de mi sueño en la carbonería?
Hay una perrita en la terminal de la ciudad de San Juan, Argentina, que no parece tener mucho más de seis u ocho meses. En sus ancestros parece haber algún ovejero alemán pero ella no alcanzará, literalmente, esa estatura. Forma banda (pero está sola) con unos machos jóvenes y tan tristes como ella: uno con genes de rastreador, bizco, blanco y esbelto; otro castaño y retacón con grandiosas orejas sucias y caídas; un tercero con antepasados terrier que no sabe ni contesta. Habitan allí como cada cual en su hábitat: con precaución.
Al rato un humano lleva hasta un rincón alejado restos de comida destinados a un petiso que pertenece a otro grupo o a ninguno. La breve banda alza las orejas, olfatea, se acerca con cautela, pero el pequeño manojo de músculos pone cara de malo y hace valer su condición de elegido corriendo a alguno con mucho aspaviento. Ladra, lo cual a nadie le importa demasiado.
La perrita está naciendo a ese mundo y aprendiendo a cada minuto. Ya sabe que puedo darle un bocado, que no la lastimo ni la expulso, que la toco con afecto pero también que me iré. Y basta que aparezca el supuesto encargado del bar para que huya. El tipo no es violento con los perros, sólo fascista (esto lo sé porque mantuve un forzoso diálogo que acá no viene al caso), y agita una escoba diciendo "¡uhhhh, fuera!" lo cual es suficiente para que todo perro se corra tres metros, no más. Yo no, aunque podría, porque gente como ésa suele agitarme las mismas escobas.
La perrita vive en un mundo donde la confianza es cosa rara, irrazonable, riesgosa, insegura, necesaria. Me mira con esos ojos castaños que dicen todo lo decible y, a veces creo, apenas un poco más. Dicen: "mirá vos la mierda que es esto pero acá estamos, tratando de sortearla, vos humano y yo perra, lo mismo da, mamíferos carentes [sí, así dice la perra] de casi todo, semejantes en la falta, iguales en la miseria, idénticos en la vida".
Y yo le digo un absurdo antropológico: "tenés razón".
Y después ella se aleja un par de metros y se enrolla sobre sí misma y apoya la cabeza sobre sus manos y se duerme y sueña con un gato que parece mono pero es humano y al fin de cuentas resulta ser un perro. Y se larga a llover.
En mi sueño hay un gato negro en una carbonería. Es grande, muy grande, más grande que cualquier gato, al punto de que ya no es un gato (esto va pasando a lo largo del tiempo atemporal del sueño), no puede ser un gato sino un mono, un orangután renegrido y triste que no deja de ser gato/ mono hasta que nuestras miradas se cruzan y entonces tengo la certeza de que es un humano, preso allí en ese cuerpo negrísimo, cambiante, incierto, indecidible.
Despierto ante tal atrocidad (es mi sentimiento al despertar) que quizás no sea mucho más que un soñado atisbo del indecible real. Psicoanalistas, abstenerse, porque voy a hablar (quizás, quizás no) de otras cosas.
Las terminales de ómnibus de las ciudades de provincia son sitios que, por razones diversas que aún no he analizado, suelen concentrar perros vagabundos altamente socializados. En esos lugares inverosímiles hay siempre el despreciable mendigo que se asume dueño y señor de los sanitarios, el psicótico insomne que habla solo y desvaría u ofrece un dudoso servicio y los perros. Con frecuencia, no menos de una docena de perros.
¿Los habrán abandonado allí mismo o cada uno habrá llegado hasta cada terminal como una suerte de Midnight cowboy canino? ¿Dónde, cuándo, cómo, quién y por qué (where, etc.)? ¿Serán en rigor perros o serán nomás como los gatos/ monos/ humanos de mi sueño en la carbonería?
Hay una perrita en la terminal de la ciudad de San Juan, Argentina, que no parece tener mucho más de seis u ocho meses. En sus ancestros parece haber algún ovejero alemán pero ella no alcanzará, literalmente, esa estatura. Forma banda (pero está sola) con unos machos jóvenes y tan tristes como ella: uno con genes de rastreador, bizco, blanco y esbelto; otro castaño y retacón con grandiosas orejas sucias y caídas; un tercero con antepasados terrier que no sabe ni contesta. Habitan allí como cada cual en su hábitat: con precaución.
Al rato un humano lleva hasta un rincón alejado restos de comida destinados a un petiso que pertenece a otro grupo o a ninguno. La breve banda alza las orejas, olfatea, se acerca con cautela, pero el pequeño manojo de músculos pone cara de malo y hace valer su condición de elegido corriendo a alguno con mucho aspaviento. Ladra, lo cual a nadie le importa demasiado.
La perrita está naciendo a ese mundo y aprendiendo a cada minuto. Ya sabe que puedo darle un bocado, que no la lastimo ni la expulso, que la toco con afecto pero también que me iré. Y basta que aparezca el supuesto encargado del bar para que huya. El tipo no es violento con los perros, sólo fascista (esto lo sé porque mantuve un forzoso diálogo que acá no viene al caso), y agita una escoba diciendo "¡uhhhh, fuera!" lo cual es suficiente para que todo perro se corra tres metros, no más. Yo no, aunque podría, porque gente como ésa suele agitarme las mismas escobas.
La perrita vive en un mundo donde la confianza es cosa rara, irrazonable, riesgosa, insegura, necesaria. Me mira con esos ojos castaños que dicen todo lo decible y, a veces creo, apenas un poco más. Dicen: "mirá vos la mierda que es esto pero acá estamos, tratando de sortearla, vos humano y yo perra, lo mismo da, mamíferos carentes [sí, así dice la perra] de casi todo, semejantes en la falta, iguales en la miseria, idénticos en la vida".
Y yo le digo un absurdo antropológico: "tenés razón".
Y después ella se aleja un par de metros y se enrolla sobre sí misma y apoya la cabeza sobre sus manos y se duerme y sueña con un gato que parece mono pero es humano y al fin de cuentas resulta ser un perro. Y se larga a llover.
6 comentarios:
Qué hermoso post.
¿Ella (y los demás) habrá elegido esa terminal para vivir? ¿Habrá nacido allí y no sabe cómo escapar? ¿O será que aprendió que los humanos solemos ser más confiables, más generosos y amables, cuando sabemos que nos vamos, cuando no hay compromiso?
Sin duda, idénticos en la vida.
Un beso.
La perra sabe que la tocas con afecto, pero que luego te irás, y luego se pone a soñar que es un gato que acabará convertido en ser humano. Quizás se reconocerá como ser humano cuando sea capaz de tocar con afecto y luego irse. Es una imagen muy poderosa, y triste... Esas escenas de perros callejeros que se vuelven amigos por cinco segundos, me recuerdan mucho mis años de Universidad. Allí, organizábamos una especie de sabotaje contra la perrera municipal, que se llevaba a los perros a ya sabemos dónde...
(He releído varias veces los agudos comentarios y no se me ocurre nada inteligente para agregar. A veces es así nomás, lacónico, qué se le va a hacer).
Grismar: Gracias por la lectura. Un beso.
Mario: Gracias por la lectura. Saludos.
Hoy aparecía en el periódico El País esta noticia. Esperemos que sirva para algo. Hoy he escrito no sé por qué una historia sobre perros, gatos, trenes...
Bello post cinzcéu. Un abrazo.
Gracias, Vitore. Bello también tu relato de ferroviarios, perros y gatos jubilados. Otro abrazo.
no creo que el "tenés razón" sea un absurdo antropológico, aunque no parezca es sólo otro idioma.
lindo post oniricológico
Comentar lo acá dicho