Aprendizaje
Llevaba diez años de vida y tres en el Teatro cuando mi abuela decidió sorprenderme con un regalo que supuso terminaría de llenar mi existencia: un año de estudio de piano (el primero de una larga carrera, según sus cálculos). Efectivamente, llenaba mi vida. Todas las mañanas en el Teatro y las tardes en la escuela no me dejaban mucho tiempo libre, la idea de pasarlo frente a un piano me aterró, pero a los diez años aún no había aprendido a decirle que no a mi abuela.
Su deducción obedecía a una lógica de fierro: si me apasionaba la danza clásica debía apasionarme tocar el piano. En algún momento me sentí con el valor suficiente como para explicarle que aunque a ella le encantase tejer yo no le regalaría una oveja, pero todo mi coraje se desvaneció ante su amplia sonrisa.
Cada vez que iba a su casa pasaba por un enorme caserón cuya fachada la constituía casi por completo un gran portón de hierro forjado negro con vidrio esmerilado que ostentaba sobre él un cartel metálico antiguo en el cual se leía “Conservatorio Dinnard”. La idea de que existiese un lugar en el cual se conservaban vaya a saber qué cosas era un misterio que pronto iba a develar.
Alguna vez, décadas antes, había sido un centro cultural de alguna importancia, cuando llegué de la mano de mi abuela sólo quedaban algunos rastros de ese esplendor. Sus dueñas, que constituían todo el cuerpo docente, administrativo y no docente, eran dos hermanas, Nilda y Alma Dinnard.
“Vamos al salón” me dijo Nilda cuando mi abuela se despidió y la vi irse con cierto temor. El salón era un enorme recinto de techos altísimos en cuyo fondo se veía un escenario en el cual alguna vez los alumnos representaron sus obras, y ya no era más que una tarima de madera despintada, con un gran telón que se adivinaba color borravino detrás de su amarronamiento, y otro de fondo negro, opaco y carcomido. Contra las paredes laterales derechas unas gradas de madera, en las del frente seis pianos negros, y en la del fondo, casi oculto por el telón, un enorme piano de cola blanco.
Quizás por darle ambiente, quizás por ahorro, la iluminación se limitaba a unos pocos spot sobre cada piano y otro sobre el escenario. Esa luz difusa, baja, daría tal vez sensación de paz, pero a mí sólo me intimidó.
Dos horas, tres veces por semana. Mis horarios me obligaban a ir casi al anochecer, lo que me convertía en la única alumna. La primer hora junto a Nilda, la segunda sola, “práctica”. Estudiar piano sin tener un piano no es tarea sencilla. Mi único contacto con uno se limitaba a esas seis horas semanales.
Esa hora en la cual quedaba sola era una tortura, odiaba repetir acordes una y otra vez, y ese salón que sabía enorme y vacío a mi espalda me aterraba. A cada rato me interrumpía algún extraño sonido, crujidos, pasos. Nilda se acercaba a preguntar las razones de mi silencio, “la madera cruje” me explicaba amablemente. “Alguna lauchita” me explicaba mi abuela amablemente. Yo no quería amabilidad sino irme.
Algunas veces al llegar veía a Alma sentada frente al piano blanco, en cuanto me veía dejaba de tocar, lo cual me molestaba, ya que me fascinaba escucharla tanto como detestaba tocar. Me miraba, sonreía, y se iba por una pequeña puerta que deducía comunicaba con la casa.
Habían pasado siete meses cuando una noche escuché un ruido más fuerte que el habitual, me sobresalté y giré. Alma estaba sentada en el escenario mirándome. “Disculpame, no quise interrumpirte” me dijo. Era la primera vez que escuchaba su voz. Sonreí sin saber qué responderle y volví a mi práctica conciente de que era una profesora y se suponía que yo debía tocar, pero mucho más nerviosa por su presencia. Toqué lo mejor que pude, y no me equivoqué, la adrenalina a veces logra milagros.
“No es lo tuyo” me dijo de repente. Eso terminó de quebrarme, había tocado bien, técnicamente bien. Amagué una respuesta, una excusa, pero comprendí que no era una pregunta. “No” le dije avergonzada. “¿Cómo anda la danza?” preguntó con una voz tan suave que inspiraba confianza. “Bien…” titubee. No andaba bien, estaba cansada, pero me callé. Nilda llegó para decirme que estaba mejorando mucho, y me despedi de ambas.
Ese fin de semana vino mi abuela, habló primero con mis padres y luego me llamó. “Hablé con Alma” me dijo, y me preparé para un discurso por mi pobre interés en progresar. “Me dijo que cree que no debés ir más, que el piano no es tu fuerte y te está quitando energía para lo tuyo” me dijo ante mi sorpresa. “Que lo tuyo es la danza y sólo te estamos distrayendo” concluyó. “Pero me pagaste todo el año” le respondí sintiéndome culpable. “No importa” dijo mi abuela “Alma me devolvió los meses que no irás, y la experiencia fue buena”. Me sentí liberada y agradecida.
Años después decidí que lo mío era la docencia. Años después comprendí el verdadero valor de lo que Alma me había enseñado, el respeto a mi individualidad, el ver a cada alumno no como el receptáculo de mi enseñanza sino como el cómplice necesario para que exista algún aprendizaje.
No supe nunca si Alma siguió tocando su piano blanco, pero quiero creer que sí, que aún lo hace, que aún escucha a sus alumnos para ayudarlos a crecer un poco antes de que empiece a llover.
Su deducción obedecía a una lógica de fierro: si me apasionaba la danza clásica debía apasionarme tocar el piano. En algún momento me sentí con el valor suficiente como para explicarle que aunque a ella le encantase tejer yo no le regalaría una oveja, pero todo mi coraje se desvaneció ante su amplia sonrisa.
Cada vez que iba a su casa pasaba por un enorme caserón cuya fachada la constituía casi por completo un gran portón de hierro forjado negro con vidrio esmerilado que ostentaba sobre él un cartel metálico antiguo en el cual se leía “Conservatorio Dinnard”. La idea de que existiese un lugar en el cual se conservaban vaya a saber qué cosas era un misterio que pronto iba a develar.
Alguna vez, décadas antes, había sido un centro cultural de alguna importancia, cuando llegué de la mano de mi abuela sólo quedaban algunos rastros de ese esplendor. Sus dueñas, que constituían todo el cuerpo docente, administrativo y no docente, eran dos hermanas, Nilda y Alma Dinnard.
“Vamos al salón” me dijo Nilda cuando mi abuela se despidió y la vi irse con cierto temor. El salón era un enorme recinto de techos altísimos en cuyo fondo se veía un escenario en el cual alguna vez los alumnos representaron sus obras, y ya no era más que una tarima de madera despintada, con un gran telón que se adivinaba color borravino detrás de su amarronamiento, y otro de fondo negro, opaco y carcomido. Contra las paredes laterales derechas unas gradas de madera, en las del frente seis pianos negros, y en la del fondo, casi oculto por el telón, un enorme piano de cola blanco.
Quizás por darle ambiente, quizás por ahorro, la iluminación se limitaba a unos pocos spot sobre cada piano y otro sobre el escenario. Esa luz difusa, baja, daría tal vez sensación de paz, pero a mí sólo me intimidó.
Dos horas, tres veces por semana. Mis horarios me obligaban a ir casi al anochecer, lo que me convertía en la única alumna. La primer hora junto a Nilda, la segunda sola, “práctica”. Estudiar piano sin tener un piano no es tarea sencilla. Mi único contacto con uno se limitaba a esas seis horas semanales.
Esa hora en la cual quedaba sola era una tortura, odiaba repetir acordes una y otra vez, y ese salón que sabía enorme y vacío a mi espalda me aterraba. A cada rato me interrumpía algún extraño sonido, crujidos, pasos. Nilda se acercaba a preguntar las razones de mi silencio, “la madera cruje” me explicaba amablemente. “Alguna lauchita” me explicaba mi abuela amablemente. Yo no quería amabilidad sino irme.
Algunas veces al llegar veía a Alma sentada frente al piano blanco, en cuanto me veía dejaba de tocar, lo cual me molestaba, ya que me fascinaba escucharla tanto como detestaba tocar. Me miraba, sonreía, y se iba por una pequeña puerta que deducía comunicaba con la casa.
Habían pasado siete meses cuando una noche escuché un ruido más fuerte que el habitual, me sobresalté y giré. Alma estaba sentada en el escenario mirándome. “Disculpame, no quise interrumpirte” me dijo. Era la primera vez que escuchaba su voz. Sonreí sin saber qué responderle y volví a mi práctica conciente de que era una profesora y se suponía que yo debía tocar, pero mucho más nerviosa por su presencia. Toqué lo mejor que pude, y no me equivoqué, la adrenalina a veces logra milagros.
“No es lo tuyo” me dijo de repente. Eso terminó de quebrarme, había tocado bien, técnicamente bien. Amagué una respuesta, una excusa, pero comprendí que no era una pregunta. “No” le dije avergonzada. “¿Cómo anda la danza?” preguntó con una voz tan suave que inspiraba confianza. “Bien…” titubee. No andaba bien, estaba cansada, pero me callé. Nilda llegó para decirme que estaba mejorando mucho, y me despedi de ambas.
Ese fin de semana vino mi abuela, habló primero con mis padres y luego me llamó. “Hablé con Alma” me dijo, y me preparé para un discurso por mi pobre interés en progresar. “Me dijo que cree que no debés ir más, que el piano no es tu fuerte y te está quitando energía para lo tuyo” me dijo ante mi sorpresa. “Que lo tuyo es la danza y sólo te estamos distrayendo” concluyó. “Pero me pagaste todo el año” le respondí sintiéndome culpable. “No importa” dijo mi abuela “Alma me devolvió los meses que no irás, y la experiencia fue buena”. Me sentí liberada y agradecida.
Años después decidí que lo mío era la docencia. Años después comprendí el verdadero valor de lo que Alma me había enseñado, el respeto a mi individualidad, el ver a cada alumno no como el receptáculo de mi enseñanza sino como el cómplice necesario para que exista algún aprendizaje.
No supe nunca si Alma siguió tocando su piano blanco, pero quiero creer que sí, que aún lo hace, que aún escucha a sus alumnos para ayudarlos a crecer un poco antes de que empiece a llover.
10 comentarios:
Excelente relato y maravilloso post. Uno puede sentir la presión de los telones amarronados y la tensa distancia/cercanía de Nilda con Alma. Y, claro, una clase magistral de compromiso y responsabilidad docente, cosa tan bastardeada. Aguanten esas abuelas que saben y comprenden eso de la lluvia.
Está bueno. Yo me pelee con una profesora por algo así. Ustedes están aca para aprender, dijo resacada. Y vos para enseñar, le dije yo y se sacó más. Pero casi todos se olvidan, parece que se reciben y listo.
PD: por que ayer no se podía dejar comentarios?
Muy bueno el post. Un saludo.
Es un bonito relato. Me cuesta discernir si es una experiencia tuya o simplemente una buena historia con un final que enseña a valorar y respetar a los demás.
Cinzcéu: muy bastardeada, sin duda. Mi abuela creo que era socia de Pasotti.
As: nunca se discute con un profesor, aunque creas que es un incompetente boludo arbitrario, poné una sonrisa (más o menos como se hace entre colegas), aunque si tenés unos 18 años y aún creés que vale la pena luchar por algunas cosas, pelealo, perderás la materia pero no la dignidad. (De los comentarios ni idea, cosas de Blogger).
Emilio: gracias, saludos para vos también.
Marcos: gracias, siempre son experiencias mías.
Besos a todos
Maun: sin duda, lo único que nadie consiguió es que yo aprenda piano. Besos.
Por lo menos conseguiste tocar el piano aunque sin Alma. Para tocarlo con Alma o hay que ser Alma... o Mozart; qué sé yo. Un beso. Muy bella la historia.
Lo tuyo será la docencia pero también danzarnos estas historias tan bellas.
Vitore: entre que se llamaba Alma, sacaba maravillas del único piano blanco y sólo me habló una vez para liberarme, tenía un bolonqui pseudomístico en mi cabeza de diez años que ni te cuento.
Mono: como siempre, agradecida por sus comentarios.
Besos a ambos.
me encantó tu Alma y tu forma de contarlo, gracias por el recuerdo- relato que seguro contribuye a que seas una estupenda docente...
Comentar lo acá dicho